COLAS FELICES Y AULLIDOS TRISTES DE LA PLATA Y EL SALITRE

La cuadrilla de buscadores de plata en Cachinal, mayo de 1882. Los cateadores van acompañados del pero Loco. Imagen publicada en "El libro de la plata", de Benjamín Vicuña Mackenna.

Antes, durante y después de la Guerra del Pacífico, las mascotas también formaron parte de lo dulce y lo agraz en las calicheras del norte de Chile. La convivencia fue buena y grata, pero la condición de perros comunitarios de tantos de ellos condenó al abandono a muchas de estas criaturas de las salitreras y, por extensión, de toda la industria minera nortina del país, incluidas la argentífera y las no metálicas, en especial cuando morían los vecinos más caritativos que les garantizaban cuidado o se desplazaban las generaciones de trabajadores desde los campamentos, por los cambios incontrolables en la misma actividad.

El problema de los canes a la deriva adquirió ribetes sociales mayores cuando se acabaron las fiebres extractoras, ya sea por el agotamiento de los yacimientos como por la caída completa de las industrias respectivas. El punto crítico vino con la debacle comercial que acabó con el cierre de casi todas las grandes salitreras y oficinas de la pampa, así como la depauperación de las covaderas y el crepúsculo de yacimientos de plata en Caracoles, Huantajaya y, bajando al Norte Chico, el famosísimo de Chañarcillo. En todas estas actividades y localidades, los perros habían estado desde el inicio siendo una presencia importante acompañando al minero y sus familias, como podrá suponerse.

Cuando Juan Godoy descubrió Chañarcillo en 1832, “casualmente” según reza una leyenda o bien gracias a instrucciones de su madre indígena reveladas en su lecho de muerte, el mítico personaje iba también en compañía de sus propios perros. Estos mismos habrían salido persiguiendo un grupo de guanacos y, mientras intentaba unirse a la caza desde más atrás, Godoy habría hallado la valiosa veta en un descanso del camino. Años después, en este mismo rico lugar del desierto de Atacama, una fotografía captada por el español Rafael Castro y Ordóñez, miembro de la Comisión Científica del Pacífico, testimoniaría con claridad a mediados de 1863, que los trabajadores de la mina La Valenciana de Chañarcillo trabajaban acompañados por grandes perros mestizos en sus instalaciones.

Hacia aquellos años, en pleno auge minero de los territorios del desierto, los chilenos que se establecieron en ellos con sus familias y sus propias mascotas a cuestas sumaban una cantidad nada menor como hace notar Gilberto Harris Bucher en “Emigrantes e inmigrantes en Chile, 1810-1915”: 1.000 en el pequeño puerto de Cobija, 4.800 en Antofagasta, 750 en Mejillones, 15.000 en la Provincia de Tarapacá y otros 30.000 repartidos por diferentes localidades de Perú. El caso particular de Caracoles es ilustrativo pues, tras ser descubierto su mineral de plata ubicado a escasa distancia dentro del condominio chileno-boliviano establecido en el tratado limítrofe de 1866 (lo que no tardó en empeorar la situación diplomática entre ambos países, dicho sea de paso), unos 7.000 chilenos y sus familias llegaron en barcos repletos de pasajeros en muy breve tiempo. La mayoría de ellos zarparon desde Coquimbo, Antofagasta y Valparaíso hasta este pueblo minero, durante los primeros años de la década de 1870, y aparecieron allí con cuanto pudieron echar arriba, “incluso sus perros y jilgueros”, según observaba el periódico "La Patria" el 1 de enero de 1872.

También se sabe que la cuadrilla de cateadores al servicio de don Manuel Ossa, grupo que operaba en el sector interior de Antofagasta entre Caracoles y Taltal en busca de nuevos yacimientos, contaba con la compañía de un fiel can de buenas proporciones, blanco con manchas negras y cara un tanto chata, de orejas caídas. Loco, se llamaba este singular viajero que iba con los buscadores de la plata, y aparece retratado con sus compañeros humanos en una lámina ilustrada de todo el equipo, mientras hacían un descanso para almorzar en el desierto de Cachinal de la Sierra, el 31 de mayo de 1882 (aún en plena Guerra del Pacífico), publicada en “El libro de la plata” de Benjamín Vicuña Mackenna ese mismo año. Sobre los dibujados, fueron consignados sus respectivos nombres: Pablo Torres, José Campos, W. Arenas, Ángel Torres y, por supuesto, Loco, que permanece al lado de ellos echado y pacífico.

Detalle de las calles del poblado minero de Tres Puntas, cerca de Copiapó, con un residente acompañado de un gran perro. Fotografía de Rafael Castro y Ordóñez en 1863.

Mineros del yacimiento argentífero La Valenciana de Chañarcillo, con sus respectivos perros. Fotografía de Rafael Castro y Ordóñez en 1863.

Poblado salitrero de La Noria, cerca de Pozo Almonte, en sus años de prosperidad, hacia 1910. Se observa en sus calles un grupo de niños acompañados por un infaltable perro.

El intendente de Tarapacá y su comitiva en Huara, en la ruta salitrera de la Pampa del Tamarugal, durante una visita de diciembre de 1910. Son retratados junto a un pequeño niño del pueblo y un perrito. Imagen publicada por revista "Zig-Zag".

Sin embargo, la calamidad brotaba al desaparecer el entorno humano que daba arrastre y acogida a aquellos innumerables perros. Fue un problema temprano: cuando concluía o se suspendía un proyecto de trabajo que había provocado la atracción de familias de obreros a un lugar, estas solían quedar en total abandono y casi a su suerte, como sucedió en Arica en la década del 1850, y después con la conclusión de las obras del ferrocarril Mejillones-Caracoles en 1873, entre otros casos. Aunque el gobierno dispuso de la corbeta "Esmeralda" para este último problema, la que trajo de vuelta a 205 compatriotas, se puede presumir que muchas de las mascotas de estos esforzados aventureros no pudieron subir a bordo.

La vida dura y menesterosa de los trabajadores se confundía con la no menos difícil existencia de sus canes en aquellos parajes áridos, entonces. El propio cónsul chileno ad honorem, don José Santos Ossa, en un informe de 1869, indicaba que muchos chilenos en Arica “vivían como perros”, por lo que intentó implementar un plan de traslado y retorno a Chile, pero que resultó en un tremendo desastre: fueron “más de 150 infelices los que dejaron sus huesos en el desierto”, anota al respecto Harris Bucher.

Al comenzar la debacle de la industria minera y aparecer los primeros pueblos fantasmas o campamentos abandonados, muchos de los canes descendientes de los que habían sido traídos por sus primeros dueños desde más al sur, al iniciarse la señalada atracción de la industria argentífera y calichera, permanecieron desde ese momento como almas en pena en aquellos sitios. Este drama no pocas veces ha sido visto en la historia minera de Chile, pues parece haber sucedido algo parecido en el otrora vibrante poblado cordillerano de Sewell, al interior de Rancagua. De hecho, hasta no hace mucho rondaban aún algunos perros en el umbral del recuerdo y de la realidad por entre las maquinarias oxidadas y sufrientes de Lota o por los campamentos despoblados de Chuquicamata.

De esa manera, sucedió que por el Norte Grande y parte también del Norte Chico, quedaron aquellas cantidades de animales vagos en las ruinas de las minería, especialmente los que pasaron a ser los últimos vestigios de vida en la epopeya de los nitratos. El informe de una comisión parlamentaria encargada del estudio de las necesidades más urgentes de las provincias de Antofagasta y Tarapacá, publicado en 1913, advertía a la Cámara sobre esto:

La mayor parte de los cementerios carecen de cierros y las sepulturas se encuentran agrupadas en pampa rasa, ofreciendo un triste espectáculo al viajero que pasa por ferrocarril. Sabido es que en más de una ocasión debido a este abandono los perros que vagan por la Pampa se han dado en esos cementerios un macabro festín.

Incluso en territorios tan apartados, más cercanos al olvido humano y divino, los perros también llegaron a ser tocados por los problemas de alcances sociales y sanitarios derivados del abandono. Joaquín Edwards Bello escribió un dramático cuento sobre esta tragedia canina: "El quiltro Chuflay". Mariano Latorre, por su lado, ya se había referido a tiempo de la situación de las mascotas del salitre luego de la caída de la industria, tema que comenta en un texto de sus “Memorias y otras confidencias”, con la selección de artículos que hiciera Alfonso Calderón:

En el desierto campamento de los pampinos quedaban los animales domésticos, gatos y perros, que volvieron, en medio del desierto, a la vida primitiva. Muchos fueron ultimados a tiros por los guardianes de las oficinas. Otros, los más fuertes, huían hacia la Pampa, siguiendo la acogedora suavidad de los caminos. Sus esqueletos iban marcando la fortaleza de cada uno de ellos.

Trabajadores salitreros y sus familias, en una oficina  de la industria del nitrato, hacia el 1900. Detalle de un trabajador jugando con un perro. Fuente imagen: Biblioteca Nacional Digital.

Detalle de fotografía de niños jugando en las calles de un campamento salitrero, hacia el 1900-1910, acompañados adultos y por un par de pequeños perros, hacia el centro. Fuente imagen: Biblioteca Nacional Digital.

Habitante del campamento de la mina azufrera de Codocedo, con su perro, cerca de Copiapó, en 1947. Imagen del Archivo Fotográfico Roberto Montandón Paillard.

Trabajadores de los talleres de la Oficina Salitrera Santa Laura, junto a las maquinarias y con un pequeño perro. Imagen de Atilio Araya publicada en el Álbum del Desierto.

Hombres y perros de la Oficina Salitrera Higinio Astoreca, cerca de Antofagasta, retratados en la revista "Sucesos" de febrero de 1914.

Se han conocido testimonios de gente que encontraba canes incluso en pueblos fantasmales y sus cementerios tan aislados como en La Noria, misteriosa y temida oficina ubicada cerca de Pozo Almonte, sin que alguien tuviese idea de cómo superaban allí estas duras condiciones. Algunos eran mantenidos vivos por manos generosas, sin duda, pero es un verdadero misterio el cómo conseguían existir muchos en el inhóspito paisaje sin habitantes, haciendas en ruinas y estaciones de trenes en completo abandono. El siempre presente temor a la rabia llevó varias veces a tomar medidas extremas con estos animales, además, sobre todo cuando llegaban hasta las grandes ciudades.

También se ha sabido de historias parecidas sobre antiguas jaurías que quedaron a la deriva por el sector del que había sido el campamento de la plata de Huantajaya a espaldas de Alto Hospicio, aunque de aquella gran población minera remontada a tiempos ancestrales del desierto en Tarapacá, ya no queda ni la sombra. Mucho menos registro perduró de los aullidos de los perros que alguna vez la habitaron y convivieron con los hombres de esfuerzo, salvo que se trate de espectros nostálgicos.

Por coincidencia, en esa región, nido de la veneración en Chile por San Lorenzo de Tarapacá, el santo patrono del gremio minero, hoy están dos de los principales cementerios de mascotas que se conocen en el país: uno cerca de Punta Gruesa y otro de camino al complejo penal de Alto Hospicio.

No solo los restos de grandes centros salitreros nortinos como Victoria, Pampa Unión o La Noria tuvieron sus perros famosos y con cierta abundancia, por lo demás: hasta su desaparición, varios de ellos pulularon también por instalaciones portuarias ya abandonadas, como las de Caleta Buena, hoy convertidas en penosos trazados sobre el terreno.

Algo parecido sucedió con quien que fue un popular cuidador del tranque Sloman, don Luis Vega, hombre mayor residente de la casa de máquinas de las viejas instalaciones, viviendo en solitario desde inicios de los años noventa y hasta su muerte en 2006, con la única compañía de sus fieles canes. El señor Vega llegó allí a reemplazar a un cuidador anterior, quien no soportó la soledad del lugar, con su sequedad y sus tábanos sedientos de sangre. Según Gerardo Melcher, en “El norte de Chile: su gente, desiertos y volcanes”, don Luis tenía un solo can allí: “Un perro grande con el cual compartía albóndigas y conservas”, tan viejo ya que el vigilante pedía que le trajeran otro más joven. Empero, es un hecho que hacia el verano de 2001 sus compañeros caninos eran muchos más, todos recogidos. Estos perros salían a saludar o despedir a los visitantes que llegaban a esa formidable obra de ingeniería en el río Loa, al sur de Quillagua. La mayoría eran turistas para los que el ya anciano y delgado señor Vega servía de informante y guía de un recorrido en el que también iban también sus queridas mascotas. Desde la muerte del cuidador, por desgracia, el tranque hidroeléctrico y sus edificios han sido objeto de un descarado y desatado saqueo, además de la destrucción vandálica.

Todavía en nuestra época, por raro que suene, pueden verse dolorosos dramas perrunos propios de aquellos territorios de desiertos en donde el minero arrancó la riqueza al suelo. En marzo de 2015, por ejemplo, los trágicos turbiones e inundaciones de ciudades y poblados como Chañaral, Diego de Almagro, El Salado, Paipote o Tierra Amarilla dejaron a la deriva a muchos perros que fueron alegres mascotas hasta aquellos infaustos días. Los mismos que después lloraban sobre los restos de las casas destruidas o husmeaban gimientes entre los escombros en busca de sus dueños desaparecidos, con orfeones corales de aullidos al caer las tardes, escena que conmovió, en su momento, a los corresponsales de los medios de prensa allá destacados.

La importancia del perro como animal compañero de los trabajadores del mundo minero se ha expandido por todo el norte del país, alcanzando al ambiente del pescador, el ferrocarrilero y el agricultor, en donde podemos ver aún emotivos casos increíbles de demostración de afecto al respectivo can de la casa, sobre todo cuando ha partido. Sirvan como ejemplo los recuerdos vagos sobre la presunta presencia de estas mascotas junto a los masacrados de la Escuela Santa María de Iquique, en diciembre de 1907, o bien en los pirquenes y primeras minas grandes de la industria cuprífera chilena, de los que sobreviven sólo algunos relatos orales. Para todos los casos, subyace allí alguna forma de tradición o folclor animalista, sin duda.

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