LOS PERROS “ANCESTRALES” DEL TERRITORIO CHILENO

 

Familia pehuenche con su propio perro o "tregua", en ilustración de Claudio Gay.

Para comprender la relación ancestral de hombres y perros en Chile, es posible retroceder hasta los orígenes mismos del país y a sus primeros habitantes en la búsqueda de una explicación a la postal tan enraizada y a veces tan incomprensible para el ciudadano de otras latitudes o de otras realidades, sobre el vínculo cultural con el perro que es del todo proverbial acá, especialmente con el perro quiltro, el mestizo o “de mala raza”.

La gran sorpresa es verificar con este ejercicio, sin embargo, que dicho vínculo puede ser casi primigenio: más antiguo de todo lo imaginable, pues el perro llegó a estos territorios acompañando al propio hombre que pobló ancestralmente el continente y, al igual que él, es muy probable que descendiera de razas con cuna en Asia Central, expandiéndose con rapidez por las comunidades humanas americanas antes de la llegada de los conquistadores hispanos. Se cree, de hecho, que los primeros cánidos pudieron colonizar América del Sur desde el norte hace unos 2 a 3 millones de años, especialmente hacia fines del período Plioceno (2 a 2.4 millones de años), pero los perros domesticados deben haber llegado al continente con los propios grupos humanos, o bien fueron siendo adoptados por ellos en sus territorios de asentamiento.

Ricardo E. Latcham ya sentenció algo sobre la presencia del perro en el Nuevo Mundo antes del arribo oficial de los conquistadores, en “Los animales domésticos de la América Precolombina”:

Cuando llegaron los europeos al continente que más tarde se llamó América, el animal doméstico más repartido entre los indígenas de aquel nuevo mundo, era el perro. Este animal se halló desde Groenlandia y Alaska por el norte, hasta Tierra del Fuego por el extremo sur, tanto en las costas como en el interior del continente.

Disperso también en esta vasta ruta-territorio que hoy es Chile, entonces, el perro recibía distintos nombres en las sociedades y territorios donde era adoptado, sabiéndose que fueron llamados pastu y alco en quechua, ano o anocara en aimará, lock-ma en atacameño, shámenue en tsoneca o tehuelche, visne en ona, yaschala en yagán, chalki en alacalufe, etc.

Por el norte del país, en las áreas de influencia cultural más directa del Tawatinsuyo, puso ser conocido el perro inca denominado Canis ingae por algunos observadores de la época y famoso por carecer de pelo. Aunque estéticamente sea un poco extraño, esta raza ha destacado por capacidades de caza y su excelente rol como perro de compañía. Hacia inicios del siglo XX, además, tuvo ocasión el hallazgo de algunos viejos esqueletos suyos en un cementerio del sector de Bahía Salada, en Atacama. También se hablaba de otras razas parecidas al perro inca por América Central y América del Sur, en el estudio titulado “Ethnozoology of the tewa indians”, de Junius Henderson y John Peabody Harrington, publicado en Washington en 1914.

En el conjunto arqueológico conocido como Estancia Yerbas Buenas, al norte de San Pedro de Atacama, entre sus muchos petroglifos y pictogramas hay uno que muestra a un bravo canino con una cuerda saliendo de su cuello y terminando en un asa, enfatizando con ello que se trataba de un animal doméstico. Este sitio, correspondiente a un peñón rocoso en la Pampa de Vizcachillas, era el lugar de parada y estadía temporal de las antiguas caravanas de ganaderos y comerciantes indígenas que bajaban desde el Altiplano hacia el año 1.400 antes de Cristo, de camino hacia el oasis de Atacama.

Cabe advertir que otros caninos que se presumían autóctonos en América, como el pequeño perro mudo caribeño, llegaron también a Perú y Chile en algún momento, pero fueron mascotas ya de tiempos republicanos, ajenos al período que aquí nos interesa.

En las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega, la “Historia general del Perú”, se comenta de otra clase de perros peruanos, más pequeños y parecidos a los gozques europeos, que los locales llamaban alcos o allcos, aunque parece que este nombre solía ser usado en forma general para señalar a todos los canes. Y Latcham recuerda que, según los estudios del padre Ludovico Bertonio sobre cultura aymará, a inicios del siglo XVII, estos conocieron también dos o tres clases de perros o anocaras: uno grande denominado pastu (palabra quechua) relacionado con el perro inca y “con traza de mastín”, y también a un perrito lanudo que supone posiblemente emparentado con el quiltro de los mapuches y perros parecidos de Centroamérica, llamado Cchusi anocara y, en forma más cariñosa, como ñuñu y umoto. Adicionalmente, llamaban a todos los demás perros mezclados e indefinidos (los mismos que ahora nosotros identificamos con quiltros) como chulo anocara.

Perros entre los araucanos jugando a la chueca o palín, en una conocida ilustración publicada por el naturalista Claudio Gay.

Indígenas canoeros de la Tierra del Fuego con su respectivo “perro” yagán (una posible domesticación del zorro culpeo) formando parte de la familia, en grabado publicado por Recaredo Santos Tornero en su “Chile Ilustrado”, de 1872.

Indígenas onas, con sus propios perros adoptivos a fines del siglo XIX.

Que los perros europeos venían con la propia expedición de Valdivia salida desde el Cuzco, es algo que se halla confirmado por testimonios como el del capellán castrense Rodrigo González de Marmolejo, futuro obispo de Santiago del Nuevo Extremo y quien era parte de la misma caravana hacia Chile… Lo deja tan confirmado como que les sirvieron de alimento, en los momentos de mayor apremio y urgencia nutricional, pésima suerte que corrieron también varios de los caballos.

En la “Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile” de Jerónimo de Vivar, se dice también que cuando Valdivia pasaba por Coquimbo, estando hacia la altura del Limarí envió una avanzada a cargo de Francisco de Aguirre, encontrándose éste con que la mayoría de los indígenas habían corrido a refugiarse a las sierras por temor a los extraños. Desesperados por comida y abastecimiento, llegaron a un pequeño caserío y allí habrían tropezado con unos pequeños canes que el cronista apunta como chollos y que, lamentablemente, corrieron una suerte bastante repetida para los pobres perros en períodos de hambruna:

Allegaron a estas chozas muy alegres, entendiendo que había gran copia de bastimento, y fue lo que hallaron cinco chollos, que son unos perros de la grandeza de gozques, algunos mayores, los cuales fueron tomados y luego muertos y asados y cocidos con zapallos, que son de la manera que tengo dicho. Esto se comió y no se tuvo por mala comida.

Volvieron a hallar otro perrito similar cuando llegó Valdivia, y a éste se lo comieron hervido en agua, con dos zapallos. No es fácil precisar a qué clase de canes nativos del Norte Chico pudo referirse el autor, si es que en realidad eran perros propiamente dichos y no otro caso de los varios abusos de las comparaciones de animales que solían hacer los españoles al bautizar a la fauna americana, como alegaba el Abate Molina buscando destruir tales vicios. Sin embargo, por los pocos datos que da Vivar, pueden corresponder quizá a un caso de quiltros de más al sur, llevados hasta territorios de la región coquimbana.

A pesar de la demostrada relación emocional entre perros e indígenas del antiguo territorio chileno, Tomás Guevara observa e identificó cierto uso de la significación del perro como algo peyorativo entre los mapuches, paradójica dualidad conceptual que se mantiene en nuestra propia comprensión actual. A mayor abundamiento, dice el mismo autor en “Folklore araucano”:

El perro figura en sus refranes como un superlativo de desprecio. En sus disputas, cuando se ha agotado hasta el fondo el vocabulario de injurias, se lanza un dicho menospreciativo en que aparece este animal comparado a las personas.

Guevara cuenta también en su “Psicología del pueblo araucano” que, durante las guerras de la Conquista, los prisioneros ejecutados eran despedazados y los troncos de los cadáveres iban a parar a los perros de las aldeas indígenas. Pero, pese a todo, podemos deducir con tranquila seguridad que la pacífica relación entre perros y personas ya estaba establecida entre las comunidades de la Araucanía, según se desprende de los comentarios de Latcham:

En todas las rancherías de los araucanos se encuentran numerosos perros, la mayor parte de los cuales demuestran señales de la diversidad de su origen; pero los más apreciados por los indios, son los que todavía conservan los caracteres de sus antepasados indígenas y estos son bastante comunes.

Por otro lado, en los relatos del cronista Pedro de Córdova y Figueroa, contenidos en su “Historia de Chile”, se describe que algunas comunidades nativas de la zona de Angol no tenían problemas en comer carne de estos animales y hasta pedirlos casi como ganado de trueque en algunos acuerdos a los que arribaron con los hombres del gobernador Villagra.

Aquella habría sido una práctica no pocas veces vista en la América de aquellos años, según parece, pues lo mismo verifica entre ciertos indios fueguinos una relación de Cortés Hogea, en 1558; y se ve también entre los indios peruanos wankas, según comentarios de Guamán Poma de Ayala en su célebre “Nueva corónica y buen gobierno” de principios del siglo XVII, en donde anota a mano lo siguiente:

Los indios uancas, Jauja, Hanan Uanca, Lurin Uanca, sacrificaban con perros, porque ellos comían perros y así sacrificaban con ellos y con coca y comidas y sangre de perro y mullu, y así dicen que decía: 'Señor guaca Carvancho Uallallo, no te espantes cuando dijere uac, que sabes que son nuestros antepasados'. Y así hoy día le llaman guanca alcomicoc; y algunos, por no quebrantar la ley que tienen, comen todavía a los perros y se les debe castigar por ello.

Por mullu o mollo, Guamán se refería a los caracoles, mientras que la expresión guanca alco micoc se traduce, precisamente, como wanka come-perros.

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