SOBRE ESTE SITIO

Cierta creencia compartida entre algunos albañiles, maestros concreteros y trabajadores del área de la construcción en general, asegura que no importa cuántas precauciones se tomen alrededor de una superficie de cemento fresco, resguardándola o cercándola: inevitablemente, aparecerá un perro curioseando en el lugar, la pisará mientras nadie vigila y dejará para la posteridad, de esta manera, el sendero con sus inconfundibles patas de cojinetes impresas en el mismo, trascendiendo así tal marca más allá de sus cortas vidas. Podemos verificar el cumplimiento del decreto informal a diario, paseando la mirada por calzadas, aceras y losas de nuestras ciudades.

Se hace fácil y difícil, simultáneamente, el querer decir algo nuevo sobre la relación histórica, cultural y folclórica del pueblo chileno con la imagen del perro y sus huellas más profundas en nuestro pavimento de identidad nacional. Todo depende del punto en que nos encontremos desarrollando cada etapa del contenido que da cuerpo a tales propósitos, además de las energías con las que se pueda deslizar un impulso de indagación así.

El tema ya está comprendido y asumido por nuestra sociedad, pues parece tener bastante claro su vínculo indivisible con los perros en todos sus roles: amigos, compañeros, trabajadores, cuidadores, etc. Sin embargo, el mismo tema no se ha tratado mucho más que en forma tangencial o secundaria en la literatura o la investigación, principalmente, por lo que se debe tener una fuerte dosis de cariño por estas criaturas y por sus propias huellas para tomarse, también, el sabroso tedio de reunir y recopilar casos sin desinteresarse o extenuarse en el camino.

Perro solitario, habitante de las playas de Chigualoco, Región de Coquimbo.

En rigor, sin embargo, el autor de este ensayo cronístico no se consideraría un cinófilo o amante incondicional de los perros, sino con frecuencia alguien más cercano a un cinófobo, perturbado por la sola proximidad de un perro desconocido en las calles y de mirada desconfiada, un escenario con altas posibilidades de cumplimiento en todos los rincones de nuestro Chile. Además de cierta preferencia innata por los gatos, algún par de malas experiencias con perros ajenos nos han dejado latentes tales aprehensiones, más allá de pantalones rotos y los moretones respectivos. Sabemos también que el cariño por algunas especies no siempre resulta bien compensado o devuelto desde las mismas, y el reino animal entiende esto mejor que nosotros, de alguna manera.

Además, no nos corresponde una mirada más técnica y profesional al respecto, como sería el caso de un criador o un veterinario. Empero, esto hace más objetiva nuestra valoración histórico, cultural y social del perro en la semblanza chilena: intentamos ver en ellos algo más allá de todo prejuicio, de todo sesgo cognitivo o componente emocional, aunque tal vez en la misma atracción y comunicación profunda que sólo parece real entre dos especies de toda la Creación... Es decir, ellos y nosotros.

Dicha conexión determina, por ejemplo, que si aquel perro desconocido con el que teorizamos aparece en nuestro camino y ahora nos mueve la cola, algo curioso se desata en el entendimiento de ambas especies: fluye por sí solo el encanto y la cordialidad, como en una suerte de saludo entre las almas si éstas están sanas y no averiadas, por supuesto. Acaso es el resultado feliz del prolongado y estrecho contacto, entre dos criaturas que parecen hallarse en la zona vip dentro del mundo animal y del darwinismo.

Conocemos perfectamente el lenguaje perruno después de miles de años de convivencia, entonces: ladridos, aullidos, gemidos, gruñidos, jadeos. Es de Perogrullo: uno que se nos aproxima encorvado viene tímido, algo fácil de resolver con una caricia; si el mismo lomo viene erizado, es mejor evitarlo y fingir distancia. Esto no difiere demasiado de los códigos humanos, pensándolo con simplismo. Corren a nuestro lado, juegan con el chorro de agua de la manguera y encienden de brillos penosos sus ojos cuando los retamos por alguna imprudencia o travesura de alto costo. A veces sonríen, pero no siempre por alegría, sino también por nerviosismo o miedo, y saben considerar el peso de las miradas inquisitivas, evitándolas cuando se sienten abrumados por ellas (las merezcan o no).

Niño y Niña, la sempiterna pareja de perros que habitó la primera cuadra de calle Tenderini, en Santiago Centro.

Nosotros también hacemos nuestra parte en esta singular relación, en este “pacto” entronizado de convivencia entre dos especies mamíferas, y permitámonos un ejemplo legítimamente burdo para demostrarlo: ¿habrá algo más angustiante para un observador, que el ver un perrito tonto e inexperto intentando cruzar una avenida con automóviles a alta velocidad? Fluye un extraño instinto paternalista y casi de responsabilidad heroica en episodios así, experiencias de prueba a los nervios que serán casi indispensables y seguras en la vida de todo aquel que crece en nuestra sociedad colmada de perros libres y andariegos. En la niñez, una escena como la descrita puede llegar a ser desesperante, angustiosa; ya en la frialdad de la adultez, con las sensibilidades endurecidas o aniquiladas por las asperezas de la vida misma, quizá sólo un niño pequeño expuesto a la misma situación de peligro supere la tan afligida visión de un perro indefenso frente a una autopista, para un observador que nada puede hacer en la distancia salvo contener el aliento y rogar buen desenlace al destino.

De igual manera, la hora de “dormir” a un regalón para evitarle los padecimientos del final de su existencia, por lo general horas muy difíciles y crueles a causa de un extraño karma pesando sobre el Canis lupus familiaris, puede llegar a ser, sin duda, uno de los eventos más trágicos y traumáticos para una familia después de la pérdida de sus propios miembros humanos. Hay un antes y un después en la conciencia de los niños, por ejemplo, cuando se ha dado el triste caso. Y esto aparece en su línea de vida, con frecuencia, como la primera prueba o el prematuro rito de iniciación en el conocimiento y la aceptación del misterio de la muerte.

Nuestra asociación o “pacto” de humanos-perros es profundo e íntimo, por lo que se ve: de un mutualismo que marcha muchísimo más allá de los beneficios esenciales de la supervivencia, resueltos sólo con la elementalidad del comensalismo o de la simbiosis. Más bien, son sus patas dejando un camino de pisadas en nuestra especie, y viceversa, cual fenómeno de perfeccionamiento compartido. Por esto, en esta compañía recíproca les exigimos a los perros entendernos, comprender nuestra lengua, participar de nuestros códigos conductuales y hasta adoptar patrones de higiene para ellos antinaturales, premiando a los que mejor lo hagan y echándole así, quizá, una tremenda mano o empujón a los vientos de la evolución de las especies. Sufrimos también con la injusticia de su corta vida, absurda en una criatura de semejante inteligencia y talentos, meritorios de tantos otros beneficios que la biología aún les debe.

El Negro, can que vivía en la Plaza de Maipú.

También sentimos que la compañía de un can puede llegar a espantar la sensación de esencial de la soledad, del abandono. La gran cantidad de mendigos con sus facultades dañadas pero viviendo acompañados por verdaderas jaurías, en distintas ciudades chilenas, revela esa extraña y remota tendencia. Hasta se ha dicho que los ancianos y personas con padecimientos de salud que tienen mascotas como perros o gatos a su cuidado, suelen vivir más que quienes no, en gran medida porque la presión arterial y las marcas de las tensiones domésticas bajarían drásticamente en los ratos acariciando e interactuando con un regalón, según se ha supuesto por largo tiempo en las creencias populares. Y los niños criados con mascotas, en tanto, tenderían a desarrollar mejores sistemas de defensa.

Estudios de la Universidad de Uppsala, en Suecia, parecen haber confirmado algo de aquello en tiempos más recientes: quienes son propietarios de perros y comparten parte de su vida con ellos, suelen tener mejor y más largas existencias que quienes viven solos, reduciendo los riesgos de enfermedades cardiovasculares. Otros estudios realizados en Japón han detectado alzas de hormonas asociadas a situaciones placenteras y agradables tanto en los perros y gatos como en sus amos mientras están en contacto, algo que ya sabían, por ejemplo, los monitores de terapias para infantes con enfermedades o limitaciones físicas, en donde se valen de canes para los programas.

Ahora bien, sabemos que -desde los orígenes- gran parte de nuestra historia nacional se hizo con el perro en la comparsa. Tanto o más que con el caballo, porque el can venía a ser una prolongación de nuestras múltiples e ideales capacidades en las empresas humanas: valor, lealtad, fiereza, esfuerzo, garantía de protección, instinto guerrero, búsqueda de sustento, intimidación, compañía. Los contratamos así como cazadores, pastores, guardias, salvavidas, guías o militares de acuerdo a nuestros propios oficios y necesidades este camino. Sus resultantes huellas en el folclore, la cultura popular, la literatura y la propia identidad chilena, se comprueban escarbando en toda la historia del país, siguiendo sus huellas sobre ese pavimento ya seco.

Hemos colocado al perro no sólo en el lado de nuestras conquistas y logros domando territorios agrestes o paisajes extremos: también lo convertimos en nuestro aliado para hechos violentos, sangrientos y crueles, sometido -de principio a fin- a la conciencia moral del amo que dicta las órdenes y premia con un hueso sus obediencias. Igualmente, los subordinamos a nuestras irresponsabilidades y a nuestros comportamientos insensatos, volviéndolos víctimas de los mismos y hasta victimarios de nosotros, cuando las consecuencias se desatan y se vuelcan. Había un solo paso en ello, para echarlos también a competir contra nuestros intereses y enemistarnos, como efectivamente ha sucedido ya con varios ejemplos macabramente trágicos de nuestras páginas policiales.

Un morador del pintoresco Cementerio de Bajos de Mena, en Puente Alto

No será de nuestro interés hacer acá sesudos juicios éticos o filosóficos sobre la situación descrita o sus antecedentes, pero una visión cultural e histórica sobre la influencia de los perros en el imaginario chileno y en el patrimonio popular, con sus innumerables casos conocidos y de los que acá haremos una muestra, inevitablemente obliga a pasear el bote por esos caudales.

Tampoco nos inspira la idea de romantizar o dar ribetes poéticos, por ejemplo, a la situación de los perros callejeros y comunitarios en nuestro país, por pintorescas que puedan resultar sus historias. Es evidente que subyace en todas ellas un hecho concreto de tenencia irresponsable y de abandono de criaturas, las que quedan a su suerte en el paisaje urbano y aun en el rural, en donde los daños provocados por su presencia llegan a ser todavía más grandes, afectando gravemente también a la fauna nativa y la de corrales, además de los temidos ataques. La presencia de perros en este estado callejero es y será siempre un problema y un peligro, por lo tanto, sea para hombres como sea también para los mismos perros. Son las fracturas del “pacto” de convivencia, dicho de otro modo.

Dicho lo anterior, buscaremos hacer acá más bien un registro casuístico de perros que han tocado un don que, tan mezquinamente, los humanos hemos considerado y pregonado como exclusividad de nuestra especie: la historicidad. Perros tanto en el mundo civil como el militar, tanto de la calle como de instituciones, que desfilarán en estas páginas como demostración de los no pocos ejemplos que permiten elaborar una buena e interesante nómina o recuento de canes que fueron capaces de alcanzar tal característica, en diferentes épocas de nuestra historia y distintos lugares de nuestra geografía.

Efectivamente, cada ciudad, cada puerto, cada aldea y cada plaza mayor, tuvieron y tienen aún perros propios, queridos y valorados por la respectiva generación a la que premiaron con su presencia… Y, ¡ay del forastero imprudente que ose propinarle un puntapié o un piedrazo a la mascota del pueblo! Porque uno de los abusos tomados por más abominables y perversos en nuestra sociedad, de hecho, sigue siendo el maltrato contra alguna criatura propia o ajena… Algo que, lamentablemente y pesar de este sentimiento popular extendido, continúa ocurriendo y horrorizando a la misma sociedad chilena, con nuevos casos de violencia contra animales que, cada cierto tiempo, regresan para demostrarnos con su cruda vehemencia los grandes retrasos de nuestro aparente desarrollo y los aspectos más oscuros que perduran en nuestra concordia.

Perrito cojo, habitante del Cerro de la Cruz, en Copiapó.

En un aspecto más amable, la ciudadanía chilena quizá ya se acostumbró a conocer y asimilar una gran cantidad de noticias relativas a perros famosos con nombre propio: perros chilenos capaces de tocar esa dádiva de hacer historia, como hemos dicho. Esta historicidad canina permanece en plena vigencia y arrojando puñados de ejemplos nuevos todos los años, cosa que iremos observando aquí a medida que avanzamos por los calendarios. Es una cualidad que no sólo se prolonga hasta nuestra época, además, sino que encontró aliciente y mayor incentivo con el avance de las comunicaciones y las tecnologías, facilitando la dispersión del conocimiento de los casos que lo comprueban.

Tenemos varios ejemplos de perros históricos para ofrecer, por lo tanto, muchos de los cuales hoy lindan en un campo nebuloso, entre lo real y lo imaginario, especialmente cuando se trata de los casos más clásicos que inician los lances de estas crónicas perrunas. Nuestra preferencia es poner atención en los canes que fueron capaces de construir una leyenda propia y no sólo brillar con el reflejo del prestigio de sus amos… Amos que, en muchas de las veces, ni siquiera tuvieron o necesitaron, en los casos que revisaremos.

Por lo señalado, entonces, hemos escogido entrar al bosque del anecdotario para identificar esas presencias perrunas que caminaron alguna vez por el cemento de la chilenidad cuando aún estaba fresco, y que dejaron marcados así sus propios hilos de patas de impronta cultural, folclórica y hasta mitológica, con sus semblanzas esperando ser perpetuadas por estos caminos del tiempo. Y nos arrogamos tal tarea con el mismo encanto de quien acaricia un can aparecido en el camino y moviendo la cola, como compañía necesaria.

Que el lector juzgue cuánta objetividad y precisión puede haber en el resultado a la mano, pues sería imposible dar vida a mamotretos sin algo del comentado estímulo emocional y del encanto con el tema de trabajo, es preciso insistir.

Y para concluir, hablando ya solamente desde el ego, me permitiré hacer la advertencia de que este trabajo, en su primera fase de investigación y redacción, fue ganador de la Mención Obra Inédita en el Concurso Literario "Escrituras de la Memoria" del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (hoy ministerio) en su versión de noviembre 2015, por lo que alguna seguridad en su valor puedo sostener desde ya.

Confiamos en que el resultado final refleje la categoría y la intención de aquel reconocimiento.

Cristian “Criss” Salazar N.

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