RAMBO: CALLEJERO POR DERECHO PROPIO

Rambo en 2012, en Google Street View, tomando el sol en su esquina favorita. Aparece en varias capturas de ese año en su barrio, como se verifica en las imágenes de más abajo.

Un perro santiaguino “de barrio” nos dejó hace algunos años para entrar a la fábula, luego de dibujar su leyenda en el sector de villa Los Duraznos en La Florida. Se llamaba Rambo, longevo y extraordinario mestizo con alma de quiltro, de tamaño medio y pelo corto. Su diseño de manchas en el pelaje sugería de forma engañosa algún ancestro pastor alemán o parecido, a pesar de que sus padres conocidos no eran de mala estirpe: una hermosa perra dóberman cruzada con un perro de las nieves, legítimo descendiente de tiradores de trineos.

Rambo nació de una camada parida hacia inicios de los noventa. Por alguna razón, colocaron a ellos y a otro perro adoptado desde una camada distinta pero nacida casi al mismo tiempo, nombres que empezaban con “R”. Le correspondieron a él y a su hermanastro nombres de los famosos personajes que llevaron al éxito al actor Silvester Stallone: Rocky y Rambo. El perro permaneció en la familia un tiempo más y luego fue obsequiado a doña Tita, una anciana residente del sector de la villa Don Bosco en la comuna de La Cisterna, cerca de Gran Avenida José Miguel Carrera. Ella era todo un personaje de los vecindarios ubicados por el barrio detrás de la iglesia y el colegio de Don Bosco.

Desde temprano, Rambo comenzó a demostrar una pasión incontrolable por el callejeo, algo que varias veces lo puso en conflicto con su dueña, pues solía escaparse y pasar días completos afuera. Aunque los amantes de los perros insistan a coro en que no hay perros “vagos”, sino que solo abandonados, Rambo era un apasionado por la vida libre en la calle y fue una elección del propio animal el permanecer en régimen semidoméstico. Amarrarlo como castigo con una corta cuerda en una persiana de los ventanales principales de la casa, nunca lo desganó ni disuadió su impulso por escaparse cada vez que se presentaba la oportunidad, con los ardides más insólitos concebibles por un animal. Así las cosas, su ama acabó por desistir de retenerlo, al no contar ya con más refuerzos negativos a mano.

Rambo era un perro callado, de muy poco o nulo ladrido, pero reaccionaba con violencia ante otros machos de su especie y tenía una particular forma de enfrentarlos: luchaba con una técnica de “abrazo”, saltando en dos patas y haciendo una tijera con las extremidades delanteras. Como curiosidad, este mismo gesto lo hacía para saludar a sus seres queridos, incluida su vieja dueña, que no gustaba de esta clase de contacto tan estrecho con él y le reclamaba enojada en cada ocasión: “¡Córtala! ¿Acaso te crees mi marido?”.

Pasaron los años y la salud de la abuela comenzó a verse comprometida, por lo que no pudo vivir por más tiempo sola. Los familiares directos decidieron llevarla con ellos hasta la comuna de La Florida y la hicieron desocupar la residencia que por tantos años habitó. Doña Tita cerró, de este modo, un largo capítulo de su vida ya en el invierno de la existencia. Al poco tiempo llegó el transporte de la mudanza para echar arriba todo lo que había dentro de esa casa, con Rambo incluido. Pero, por alguna razón, este último trámite quedó pendiente: al parecer, el perro -testarudo y estresado con la situación que no comprendía- se negó a subir al vehículo de carga y le bajó un extraño ataque de melancolía por ese mismo sitio donde antes costaba tanto mantenerlo encerrado. Puede que hayan decidido también dejarlo al cuidado de la residencia ya vacía, unos días más. Como sea, le encargaron a una vecina darle comida y agua mientras tanto y se marcharon con la promesa de regresar a buscarlo después de que se completara la mudanza.

El can permaneció un breve tiempo en el que había sido su hogar, ahora solo y triste, habitado únicamente por fantasmas y recuerdos, aunque fue visitado por algunos vecinos para aplacar su pasajera soledad. Sin embargo, cuando los familiares de la dueña partieron a buscarlo para llevárselo de una vez por todas, Rambo había desaparecido sin dejar rastro, como tragado por un vórtice. Fueron semanas completas sin noticias de él, hasta que comenzó a dárselo por perdido o muerto. Y las semanas pasaron a meses, que terminaron por ahogar las esperanzas de un retorno.

Pero un día de aquellos, cuando ya se lo creía perdido para siempre y sin que jamás pudieran explicarse cómo lo hizo, llegó Rambo famélico y costilludo, flaco como arpa y a muy maltraer hasta la casa de La Florida, ahí donde se encontraba su anciana dueña en la por calle México. Barrio para él desconocido, a poco menos de diez kilómetros desde el lugar donde se encontraba su antiguo hogar. Causó gran estrépito y alegrías su regreso, tanto para sus dueños como para el propio perro, a pesar de su extenuado aspecto. Persistió siempre el misterio irresoluto sobre sus talentos olfativos o intuitivos para llegar allá desde tanta distancia y sin pistas.



La nueva casa era como un fuerte, con grandes dificultades para el escape, y trataron de mantenerlo así, tras las rejas, portones y muros, a fin de obligarlo a renunciar a su devoción callejera. Peregrina idea, pues a los pocos días y hastiado de su cautiverio, en solo cosa de horas excavó un enorme agujero bajo las altas empalizadas, tan amplio como para pasar por ahí su cuerpo y otra vez darse a la fuga, aunque regresando a casa tras cada aventura.

De esa manera, sin renunciar jamás a sus hábitos de amor al asfalto y a la vida más allá del jardín de la casa, Rambo pudo permanecer un tiempo más con su anciana dueña, hasta que ella falleciera. Cambió así de amos, aunque dentro del propio clan y en la misma villa.

Todos los residentes del vecindario querían al perro y, como sucede con los canes “de barrio”, muchos también se sentían dueños del mismo. Silencioso y altivo, solía encontrárselo siempre sentado y vigilante en una esquina al lado de unos locales comerciales cercanos a su casa y, cuando no, acostumbraba acompañar hasta sus residencias a peatones conocidos, mientras los niños lo acariciaban a la marcha por esas cuadras, para luego volver a su lugar favorito. Con frecuencia, además, le tiraban comida y ponían para él agua, por esas casas de los pasajes del sector.

El longevo perro parecía sentirse bastante cómodo en su estilo de vida y asumió con fiereza que aquel era su territorio: le dio tunda a casi todos los canes extraños que aparecían por el barrio y varias veces preñó a las perras más finas de los mismos pasajes donde vivía, para disgusto de sus dueños, quienes de todos modos le terminaban por perdonar sus desenfrenos.

Otro día de aquellos en su saga, sin poder aplacar su naturaleza, Rambo volvió a desaparecer y no regresó a casa como solía hacerlo en cada anochecer. Como era habitual cuando se producían estas ausencias intrigantes, lo buscaron y preguntaron por él en todo el sector de esos vecindarios, pero ahora sin tener noticias favorables. Hasta temieron que Rambo hubiese sido atropellado en el abundante tráfico vehicular que hay en las avenidas de los alrededores, pues ya estaba viejo y sus sentidos no eran los mismos. Pero algo sucedió entonces: el despacho noticioso de un programa sensacionalista de televisión cubría en vivo el caso de una infortunada mujer de un cercano barrio en La Florida, la que había sido expulsada de su casa por un familiar. Los reporteros, que hurgaban con sus cámaras la sobrecogedora escena de la pobre señora en la calle, enfocaron de pronto a un quiltro de colores negros y amarillentos. ¡Era el mismísimo Rambo, parado junto a la desdichada como si fuera de su propiedad!

Al instante, los dueños del perro partieron a buscarlo al lugar indicado en la nota. Allí estaba, a unas cuadras de distancia de su casa: había sido adoptado por la misma mujer del drama mostrado en televisión, pues Rambo había comenzado a “relacionarse” ahora con su mascota, una perra de buen tamaño, y había decidido quedarse allí con ella. Fue devuelto a la fuerza hasta su casa, aunque al final cedió a la voluntad superior y no puso más resistencia.

El perro, cada día más viejo, siguió con aquella forma de vida semivagabunda y como mascota de todos los residentes. Comenzó a quedar ciego y casi sordo, y aunque nunca fue muy juguetón, seguía siendo un andariego que interactuaba sólo con los niños y adultos que lo reconocían.

El peligro de accidentarse por las limitaciones de sus sentidos, obligó a redoblar medidas para tratar de mantenerlo en la casa, al menos la mayor parte del tiempo que fuese posible. Se calcula que Rambo habría superado la extraordinaria edad de 21 años, por desgracia no documentada a tiempo como para postularlo a alguna categoría (el récord mundial de Guinness definió como el más longevo del mundo a un perro japonés de 26 años y 9 meses, muerto en 2011). Pero más allá de sus incapacidades, todavía parecía tener una salud extraordinaria. De hecho, era frecuente verlo mover la cola en asados, vigilar el barrio desde su esquina o dar una zurra a otros machos que aún insistían en invadir su cuadra predilecta. En sus últimos años, además, apareció retratado en las cámaras del servicio Google Street View, tomando sol en su esquina favorita.

Su buena estrella comenzó a apagarse de manera inesperada y, de un momento a otro, Rambo sufrió una súbita y masiva falla orgánica. Con dolor y pena indescriptibles, sus seres queridos se despidieron de él y fue dormido para siempre el 31 de julio de 2013, buscando evitarle sufrimientos innecesarios frente a un desenlace inevitable. Hubo adioses con llanto, antes de la inyección piadosa que puso fin a su agonía.

El extraordinario animal fue sepultado por los vecinos entre lágrimas y cortesías ceremoniosas en un patio, con un pequeño rito solemne en el que alguien decidió tocar como réquiem la famosa canción del trovador argentino Alberto Cortez, “Callejero”, muy apropiada al momento aquel y para esta bendita criatura en especial:

Era callejero por derecho propio
su filosofía de la libertad
fue ganar la suya sin atar a otros
y sobre los otros no pasar jamás.

Aunque fue de todos nunca tuvo dueño
que condicionara su razón de ser
libre como el viento era nuestro perro
nuestro y de la calle que lo vio nacer.

Rambo se llevó con él los misterios y singularidades que lo hicieron tan admirable, además de los secretos detalles de sus aventuras lejos de los ojos de los amos, pero también dejó un tremendo recuerdo entre todos los cercanos que supieron de su existencia o, mejor aún, que tuvieron la fortuna de participar de ella.

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