ÚLTIMAS PERSECUCIONES Y MATANZAS COLONIALES DE CANES: EL CASO DE VALPARAÍSO EN 1775-1776

Una matanza de perros de Londres, en 1760, por razones sanitarias. Fuente imagen: sitio de Wiley Online Library.

Salta a la vista que los perros nunca estuvieron libres de la traición de sus propios amos, o bien de tener que pagar por las culpas humanas... Y a pesar del cariño popular y la virtual autoidentificación del hombre modesto con estas criaturas, ni siquiera ahora están libres de esta clase de maleficios sociales y conjuros.

Hacia el último siglo de coloniaje, también se dispuso que esos mismos perros que eran una molestia para las carreras y exhibiciones de caballos hasta donde solían llegar, no fueran llevados por sus dueños hasta tales canchas “por los experimentos e inconvenientes que resultan, haciendo al juez o subastador retirar del sitio inmediatamente a los que los llevasen”, dato que puede encontrarse en fuentes como el libro de Eugenio Pereira Salas “Juegos y alegrías coloniales en Chile”. A la sazón, además, las iglesias criollas debían contar con un personaje cuyo oficio era conocido como perrero, encargado de echar a los perros que entraban a los templos, y con el tiempo asumiendo también la obligación de mantener limpio y presentable el recinto religioso.

Muchas veces (o mejor dicho, innumerables veces) los canes volvieron a ser usados como abastecedores de pieles o un directo recurso alimenticio, en momentos de apremios y urgencias, aunque no tan frecuentes como los de las primeras épocas de la Conquista y la Colonia. Esto sucedió especialmente con los indios de tránsito por la hambruna, pero también por los españoles e incluso por refinados viajeros que asomaban por acá cuando se vieron en tales angustias, como confesaba en 1768 el comodoro John Byron, recordando sus duras vicisitudes por tierras australes de un cuarto de siglo antes, en sus memorias sobre aquellas penurias de náufrago vividas en costa de la Patagonia occidental. Allí escribe un testimonio que, si bien no se ciñe al problema social generado por los canes y que aquí estamos tratando, no eludiremos por su horridez casi “sabrosa”, como hecho histórico:

Un día me hallaba dentro de mi choza con mi perro indígena, cuando se me presentó un grupo a la puerta diciéndome que sus necesidades eran tales que o se comían el animal o perecían de hambre. Aunque su argumento era apremiante, no dejé de oponerles algunas razones para tratar de disuadirlos de que mataran a un animal que, por sus fieles servicios y su cariño, merecía continuar a mi lado; pero, sin pesar mis argumentos, lo tomaron por fuerza y lo mataron. En vista de esto, opiné que tenía por lo menos tanto derecho a una parte como el que más, me senté con ellos y participé de su comida. Tres semanas después, tuve el gusto de hacerme un guiso con sus patas y el cuero, que encontré podridos a un lado del sitio en que lo mataron.

Curiosamente, más de 60 años después, su nieto, el famoso poeta Lord George G. Byron, podría expiar las culpas familiares legadas y reconciliaría su apellido con los perros, al hacer escribir en el epitafio de su querido Boatswain, un can de Terranova sepultado en los jardines de su palaciega residencia:

Cerca de este lugar están depositados los restos de alguien que poseyó belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios. Este elogio, que sería adulación inmerecida si es inscrito sobre cenizas humanas, empero es un tributo justo a la memoria de BOASTWAIN, un PERRO que nació en Newfoundland, mayo de 1803 y murió en Newstead, 18 de noviembre de 1808.

Fuera del gótico romanticimo de la dedicatoria, sin embargo, la muerte de Boastwain se debió a una de las principales y más temidas razones que motivaron las grandes matanzas de perros en el mundo: la rabia o hidrofobia, misma cuyo fatídico brote en Londres, entre 1752 y 1762, había obligado a medidas radicales como el exterminio de todos los perros callejeros. Francia ya había sido asolada por esta calamidad en el siglo XIII, con rebrotes posteriores, y España en el siglo XVI, pasando también a la Europa Central. América tampoco estaba eximida de estas calamidades aterrorizando al Viejo Mundo, por lo que una mortífera plaga había atacado ya a La Habana hacia 1720, por ejemplo, todas con medidas reactivas que iban directamente en contra de la población canina. En América del Sur, en cambio, parece haber aparecido a inicios del siglo siguiente.

Otra representación de la persecución y matanza de perros de Londres en 1760, provocada por una ola de hidrofobia. Fuente imagen: sitio de Dr. Lindsey Fitzharris.

Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

 

Siluetas mostrando la escena de un típico exterminio de perros de los siglos XVIII y XIX, según dibujo publicado en el libro “Memorias de un perro escritas por su propia pata”, de Juan Rafael Allende, en 1893.

Volviendo al terruño chileno, sucedió que durante la larga gobernación de plaza de don Antonio Martínez y La Espada en Valparaíso, los perros volvieron a ser perseguidos y exterminados sin piedad por las consabidas razones sanitarias y de seguridad pública en el puerto. Probablemente, esta se trate de una de las más grandes y masivas últimas masacres de canes del período colonial, a pesar de ser poco recordada en nuestra época. Sus razones eran de naturaleza higiénica, pero no aún relacionadas con la rabia, problema que debió enfrentar Chile recién a inicios de su vida independiente.

Entrando en detalles, primero se ordenó que ningún residente del puerto tuviese más de un solo perro bravo, debiendo mantenerlo obligatoria y permanentemente amarrado con una cadena, por decreto del 24 de julio de 1775. Quedará en el esfuerzo de imaginación más sencillo adivinar qué sucedió con el resto de los perros de cada dueño que tenía más de uno y que no ganaron la rifa por la vida. Y, a continuación, la estricta autoridad arremetió contra todos los canes que subsistían como vagabundos en las playas y dunas, siendo cruelmente perseguidos ordenándose verdaderas cacerías eufóricas.

Aunque -en honor a la verdad- los perros de Valparaíso sí eran, a la sazón, una sobrentendida plaga desbocada y más de alguna vez con ribetes de peligro público, dice Vicuña Mackenna en “Historia de Valparaíso” que, para facilitarse la sucia tarea, La Espada echó mano a un extraño recurso, aunque resultó bastante útil:

Mediante un bando que promulgó un negro llamado Come-queso, y cuya morada habitual era la cárcel, el 22 de octubre de 1776, cada uno de los pulperos del puerto debían presentar al cabo del caracol (como se llamaba el de la guardia del castillo, por el caracol o escala en rampa que a él daba acceso desde la plaza) hasta cuatro perros muertos, a fin de que los arrojase al mar, y como de una nómina de la época consta que había treinta y cinco pulperos, se viene en cuenta que la contribución de perros muertos ascendió a ciento cuarenta. Con más que inhumana descortesía, La Espada recomendaba en el bando la preferencia del lazo y del garrote a los perros brutos, "y particularmente a las perras"… La aversión del gobernador del Valparaíso al sexo femenino no podía ser más evidente.

En sector de El Almendral, la misma tarea quedó encargada al teniente Gaspar Covarrubias, completando una cantidad de perros muertos llevados al pie del caracol que debió llegar fácilmente a doscientos. Semejante aniquilación, que le valiera a su mentor el apodo de Herodes de Valparaíso por parte de Vicuña Mackenna, debió ser brutal y siniestra incluso para la moral de la época, respecto del trato a los animales. Presumimos que no pocos justos pagaron por pecadores, además, en aquella matanza desatada, considerando la ya entonces arraigada costumbre nacional de permitirle a los perros de casa una vida “puertas afuera” en donde comparten gran parte del día con otros canes indigentes, a los que principalmente iba dirigida la sangrienta persecución de las autoridades.

Como puede verse con indiscutible claridad, entonces, el puerto principal de Chile se tiñó de muerte y de sangre por todo ese infausto período de cacerías urbanas, exterminio que parecía haber fracturado para siempre la relación de lealtad entre hombre y perro en este suelo, aunque a la larga, no resultara ser así.

Lamentablemente, sin embargo, los relatos descarnados involucrando extremos maltratos de perros en Chile, nunca fueron privativos ni sólo de indígenas, hispanos, exterminadores coloniales o exploradores náufragos: en otras grandes ciudades también se vieron escenas tanto o más repugnantes de horrores alimenticios en momentos de desesperación colonial, o de exterminios y matanzas masivas también con participación del hombre común y corriente, en los siglos que siguieron por la historia y desarrollo de la sociedad chilena.

Los brotes de rabia en Sudamérica se "formalizan", sin embargo, entre 1807 y 1808, cuando tienen lugar las primeras grandes plagas de este lado del mundo y los consabidos exterminios de perros, tanto en Chile como en Perú y Nueva Granada. Lima, Arequipa e Ica fueron, según parece, las ciudades más afectadas en aquella ocasión. Otro gran brote de hidrofobia, probablemente como consecuencia del recién mencionado, sería testimoniado en Copiapó y alrededores por Charles Darwin, ya a inicios de período republicano.

En casi todos los casos, sin embargo, las persecuciones iban asociándose a los problemas generados por la permanente sobrepoblación de canes abandonados o descuidados, obviamente, la causa esencial de todos y cada uno de los problemas en la convivencia humano-canina dentro del espacio urbano.

Comentarios