APEGO POPULAR, IDENTIDAD Y FOLCLORIZACIÓN DEL PERRO

 

Monumento al pueblo chileno en el cerro Santa Lucía: la familia modesta con su infaltable perro quiltro.

Cuando el escultor y pintor nacional Fernando Thauby Sanhueza (1886-1963) hizo su conocido gran relieve que resultó en un homenaje al trabajo del doctor Nicolás Palacios representando al pueblo chileno, el concepto de la “raza chilena” de antaño, a través de una pareja que se desplaza hacia un mejor futuro con sus pocas pertenencias y un hijo pequeño en los brazos de la madre, no dudó en completar a la familia con un singular miembro: al frente del grupo y caminando adelante del padre, va ese fiel quiltro que siempre estará en el alma y la identidad nacionales, como un integrante más del hogar o como el compañero en la búsqueda de un destino.

La hermosa obra de bronce del escultor, muy particular por las características que el artista le procuró a sus protagonistas (sin idealizaciones físicas en sus rasgos ni sus actitudes, como Palacios hubiese querido, precisamente), puede ser admirada en la localidad colchagüina de Santa Cruz, en el Valle de Colchagua, y en la copia que se hizo de ella para Santiago, hoy al costado poniente del Cerro Santa Lucía.

Cabe observar que Thauby también era un destacado miembro de la masonería, en donde el can es un símbolo de enorme valor para algunos grados, representando la lealtad y la responsabilidad con los deberes, haciéndose presente alegóricamente en algunos ritos, como el Ritual de los Elegidos. La leyenda lo asocia al descubrimiento de los asesinos del Maestro Hiram, ocultos en una caverna y en donde fueron delatados por un perro desconocido. La simbología mística del perro es de larga data, por lo demás, proviniendo de tiempos paganos y alojando también en el cristianismo.

Como se puede apreciar, no resultó de algo gratuito el que ese diseño en la obra de Thauby no haya podido eludir la presencia del perro en la identificación originaria del pueblo chileno; de la familia pobre buscando un hogar. A pesar de los constantes y tempranos amagos de engañosa ruptura en el “pacto” que comenzaba a celebrarse entre hombres y perros en estas tierras, en los orígenes de lo que hoy es Chile, desde esa convivencia y la amalgama entre ambas especies hubo brotes verdes y luego frutos coloridos, como un reflejo propio en los ríos de la historia.

Atesorados en el cofre cultural y sirviendo de enérgica batería para la inspiración del folclore y de las artes populares, probablemente muchos de aquellos contenidos perrunos ya habían cobrado carácter en este período formacional chileno, o bien sentaban sus cimientos para adquirir las proporciones de lo que podemos confirmar después en la sociedad criolla, con elementos que subsisten hasta nuestros días, arraigadísimos.

Cronistas como Mariño de Lobera reportan el uso de pieles de perros a modo de vestimenta de los primeros conquistadores y expedicionarios españoles en Chile. Y, en los peores momentos de abastecimiento para las sufridas colonias, también fueron comida. Esta necesidad de los antiguos pobladores por contrarrestar la falta de material para prendas, pudo haber sobrevivido o ser un antecedente de una costumbre rural comentada por el mismo Palacios en “Raza chilena” y que estaba presente todavía en su época (principios del siglo XX), correspondiente al uso de grandes polainas de piel de perro por parte de algunos huasos, “que recuerdan el traje del mismo material usado por sus abuelos”, según sentencia.

Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional. Ya se ven perros sueltos viviendo en la ciudad en los primeros años de la República consolidada.

Cuadro "La Zamacueca" de Manuel Antonio Caro, hecho hacia 1872. El perro que aparece sentado al lado derecho de los bailarines y que mira hacia la posición del bastidor del pintor, sería el mismísimo Cuatro Remos, el famoso can de Valparaíso que inspiró la serie literaria de Daniel Barros Grez en 1883.

Niñas "de medio pelo" (según el autor) tomando mate y con lo que aparenta ser el respectivo quiltro a sus pies, en grabado publicado por Recaredo Santos Tornero en su “Chile Ilustrado” de 1872.

La fábula popular de por qué los perros se huelen el rabo, en una revista "La Lira Chilena" de 1900.

Dash, perrito pomerania de doña Adela Vicuña de F., ganador del primer lugar en el concurso canino de la Feria de Animales de 1907. Imagen publicada por la revista "Zig-Zag" de noviembre de aquel año.

Imágenes de perros en concurso de instantáneas de revista "Zig-Zag", año 1911. 

Con relación a lo anterior, existe un colorido chapecao del folclore de la zona de Machigüe, en Colchagua, titulado “Vestido de novia”, tema rescatado por Mariela Ferreira gracias a la informante Lucila Zapata y que forma parte del repertorio del conjunto nacional Cuncumen, receptores del Premio Oreste Plath de la Academia Chilena de la Lengua en diciembre de 2017, entre otros galardones. Menciona en su letra aquella misma clase de calzado de piel de perro a que nos referimos:

También tengo unos zapatos,
cada vez que me los pongo,
no se les pega ni el polvo,
porque son de cuero e’ perro.

Afortunadamente, hoy la convivencia del perro con la artesanía y las tradiciones de la región es un poco más pacífica que antaño, al menos en los ejemplos que se conocen: tenemos conocimiento de una creativa artesana llamada Ania Zamorano Camus, que ha fundado un taller lanar en Doñihue, en la Provincia del Cachapoal, en donde ovilla, tiñe y teje recortes de pelos de perros para producir productos y prendas de telar, además de tener su propio círculo de aprendices. Su caso ya ha llamado la atención de reporteros y periodistas, y la del público por las virtudes de abrigo y resistencia que se atribuyen al material de sus tejidos que, si bien es curioso, no es especialmente novedoso a la luz de los datos historiales revisados.

Retrocediendo por el tiempo, sin embargo, resulta notable que el cronista Diego de Rosales reconocía tempranamente una característica especial a los perros criados por los chilenos y la convivencia que tenía lugar entre ambas especies, humana y animal, tema que describe de manera elogiosa a principios del siglo XVII:

Los perros de Chile participan del clima la valentía y braveza de los indios, y así los llevan al Perú por de mucha estima y salen muy valientes y feroces. Perdigueros hay muchos, y galgos muy diestros en la caza, particularmente de guanacos y avestruces, que con maña les saben hurtar la vuelta, y entre los puelches es una paga para comprar una mujer un perro de estos cazadores o perdigueros, porque las perdices de esta tierra no vuelan por lo alto, como las de Europa, sino que de la tierra se levantan y dan un vuelo y van a caer a la tierra, y luego al segundo vuelo vuelven a caer y no pueden volar más y las cogen los perros, que las van siguiendo como van volando, y en cayendo las cogen y sacan por el olor, aunque más se escondan entre las matas. En la Mancha las cazan del mismo modo en tiempo de calor, con lo ardiente del sol, pues sin eso burlan más.

Aunque el antecedente es interesante, uno de los primeros estudiosos que advirtieron de tan estrecha relación entre los chilenos y sus perros, ya en tiempos de la República, sería el naturalista Claudio Gay, particularmente al observar la actividad del arreo de ganado en los campos y territorios rurales. Hacia 1860, pues, el sabio francés escribió lo siguiente, en su volumen dedicado a la agricultura chilena de la “Historia física y política de Chile”, refiriéndose al sacrificado trabajo de los vaqueros criollos y los canes que le hacían compañía:

Así pasan el día entero en caminatas, no volviendo a veces a su casa sino dos o tres días después y aun en más ocasiones, y no desmontándose sino para hacer sus comidas siempre muy modestas y compuestas las más de las veces de un panecillo y un pedazo de queso, en otras de harina tostada solamente y muy rara vez de un poco de charqui. La cantidad de estos víveres es por lo general harto reducida para obligarle a dejar en ayunas a los tres, cuatro y hasta diez perros compañeros inseparables de sus excursiones, y que a pesar de su vida de privación y miseria le tienen siempre un sincero apego. Es verdaderamente curioso y digno de toda compasión ver a estos fieles animales en una flacura extrema no alimentándose a veces sino con las inmundicias de los animales muertos que encuentran en el camino o con excrementos humanos, y con todo siempre atentos a las órdenes de su amo, buscando en sus gestos, en sus miradas una señal cualquiera para adelantarse a su mandato. Su utilidad, sin embargo, es digna de mejor suerte, señalándose sobre todo en los lugares cubiertos de espesos matorrales, que recorren en todos sentidos para detener a los bueyes y obligarles a salir. Su valor y arrojo no son menores cuando necesita velar por los rebaños, ahuyentar el zorro, y aun el león del país a los que llegan a vencer a pesar de las heridas, muy peligrosas a veces, que reciben en el combate. Para estos últimos servicios los chilenos han desarrollado entre ellos diversos instintos que conservan perfectamente en la raza y que forman los perros leoneros, zorreros, etc..

A pesar de las observaciones de Gay sobre esta relación cultural entre hombre y perro, al extranjero en general, al visitante venido desde otras tierras y de otras costumbres, no siempre le ha agradado un vínculo tan viejo, íntimo y particular como es el perceptible en Chile, hiriendo con frecuencia su más esencial sentido gestor de miramientos. Menos agrada a varios de ellos la forma en que se ha mantenido y adaptado a la vida de nuestra época, hay que decirlo. Si para algunos observadores, entonces, resulta una escena pintoresca e insólita ver quiltros caminando como personas por las calles de las ciudades chilenas y comprobar la verdadera ganadería informal perruna que algunos campesinos o ancianos solitarios mantienen, para otros esto ha sido un espectáculo chocante y casi grotesco, reñido con todo concepto de la civilización o incluso de autorrespeto social básico, además de las cautelas sanitarias.

Un ejemplo de lo descrito nos lo aporta el biólogo germano Eduard Poeppig, quien juzgaba con asco tanta cercanía de los chilenos con sus perros y le adjudica a tan inexplicable asociación la presencia de las pulgas en las zonas habitadas de entonces: “Contribuyen a ella la mala costumbre de los chilenos de rodearse siempre con verdaderos rebaños de perros inútiles”, escribía al respecto, arrugando la nariz en “Un testigo de la alborada de Chile”.

Perro ganador del primer lugar en la Exposición de Animales de 1906, en imagen publicada por la revista "Sucesos" de Valparaíso.

Perros de perfil "aristocrático": el can Jachy, de la acaudalada familia Cazotte, en nota de la revista "Zig Zag", año 1907. Al parecer, sería un cachorro de royal scottish.

Habitante del campamento de la mina azufrera de Codocedo, con su perro, cerca de Copiapó, en 1947. Imagen del Archivo Fotográfico Roberto Montandón Paillard.

Ovejeros cabalgando junto a sus perros, imagen de Miguel Rubio, 1960.

Un vendedor de bocadillos y huevos duros en su puesto, mientras un perro callejero lo mira atentamente esperando algún trozo de comistrajo o migaja. Fotografía de 1960 de la Editorial Zig-Zag. Esta escena aún existe en todas las ciudades de Chile, porque ya es parte del paisaje cultural.

La tejedora Ania Zamorano de Doñihue, trabajando sus artesanías textiles hechas con pelos de perros. Fuente imagen: Chilevisión Noticias, noviembre de 2017.

"Perro rojo", cerámica de Talagante en el Museo Histórico Nacional. Figura rotulada sólo como "cerámica moldeada y policromada" del siglo XX, de autor anónimo.

Va quedando claro así, a elogios y a críticas, que somos los habitantes de un país perruno, con tradiciones, mitos y aspectos culturales positivos y negativos exponiendo sus propios rastros caninos; sus crónicas del camino chileno y sus perros guardianes, escoltas tenantes desde los orígenes de nuestro pueblo. Los canes llegan a ser nuestro equivalente a vacas sagradas de la India, en ciertos casos, con todo lo positivo y lo negativo que esta curiosa variación del "pacto" de convivencia implica, algo verificable -y de sobra- en ambientes urbanos como rurales.

Manuel Jofré, en un artículo titulado “Un pueblo generoso” de la revista “En Viaje” en 1962, también fue capaz de ver y divulgar semejante contrato de íntima integración que suele tener el perro con las familias modestas del pueblo chileno, en donde es adoptado de preferencia, describiéndolo de forma no menos poética que otros autores contemporáneos suyos:

La solidaridad humana tiene sus ejemplos más emocionantes precisamente en los hogares más humildes, cuando a algún vecino le ha ocurrido alguna desgracia todo el mundo se moviliza; hogares numerosos en que hay diez o más niños reciben al hijo del amigo o del compadre que ha quedado desamparado, aunque al jefe de familia que lo acoge apenas le alcance para mantener el suyo. "No faltará", "Una boca más no es nada", "Dios proveerá", así el dueño de casa acepta resignado a su nuevo huésped y como si esto no fuera suficiente, no falla en el contertulio familiar el clásico perro, "el quiltro", compañero inseparable de alegrías y sinsabores de nuestro pueblo, meneando siempre su rabo en medio del enjambre de chiquillos. El perro parece asimilarse a la sicología del hogar y cuando ve que hay poco, con cara melancólica nada pide, pero cuando hay felicidad no disimula su contentamiento moviéndose de un lado para otro.

Unos perros serán más finos que otros y también lucirán sus abolengos ante compañeros de especie que no los tienen, pero el quiltro y sus cercanos siguen siendo, indiscutiblemente, nuestra representación más fiel del mestizaje en este sendero histórico, equivalente al roto en la realidad humana nacional. Este favoritismo de las clases modestas y campesinas por el perro mestizo ha ido perdiéndose sólo en tiempos recientes, principalmente por fenómenos sociales nuevos e introducción de tendencias imitando patrones internacionales de la cultura de masas o de medios de comunicación.

A pesar de todo, ya es un rasgo imborrable el que, donde quiera que estén quiltros y rotos por las páginas de la historia, del folclore y la cultura chilenas, ambos marcharon juntos, estrechamente. Son parte de un mismo origen y convocados a un mismo destino, de hecho: en el campo, en la carpa de circo, en la calle, en la taberna o en el teatro de la guerra.

La idealización de la chilenidad en el sujeto del roto, o si se prefiere, en la del pobre que se halla romantizado por el relato en su seno cultural, se refleja también en ese quiltro aceptado como un familiar más... El mismo retratado en la obra Thauby y el mismo descrito en el texto de Jofré.

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