CANES DEL REINO DE CHILE: PRIMERA ÉPOCA DE PROBLEMAS Y CALAMIDADES

Guamán Poma de Ayala, cronista indígena peruano, en autorretrato de la "Nueva Corónica y Buen Gobierno" de inicios del siglo XVII: "Camina el autor con su hijo don Francisco de Ayala, sale de la provincia a la ciudad de Los Reyes de Lima, a dar cuenta a Su Majestad, y sale pobre, desnudo, y camina en invierno". Aparecen ambos con el caballo Guiado y dos perros mascotas: Amigo y Lautaro.

Así como ocurrió con el problema de los perros callejeros, resultante de la tenencia irresponsable ya entre las antiguas colonias españolas en Chile, tampoco tardarán en aparecer las prácticas bárbaras que aún siguen intentándose como solución a las sobrepoblaciones caninas o riesgos de ataques de perros retrocedidos a estados ferales. Generalmente, se trata de medidas concebidas desde la desesperación de la autoridad por ofrecer algún resultado o demostrar alguna reacción, pero a partir de conceptos pueriles sobre la necesidad de actuar con eficacia y, por lo demás, demostradamente con escasos resultados, fuera del más corto e inmediato de los plazos.

Por insólito que pueda sonar, los perros callejeros (si es que se podía llamar calles a los senderos polvorientos que tenían entonces las ciudades) ya se perfilaban como una molestia en estos primeros años de vida de la Capitanía General de Chile. Por ejemplo, según lo que anotó el escribano Luis de Cartagena para las actas del Cabildo de Santiago en 1544, tras la pérdida y quema de todos los papeles y documentos con el ataque de Michimalongo a la flamante ciudad tres años antes, sus habitantes comenzaron a usar cueros para reunir actas y anotaciones pero también enfrentando un problema nuevo, cuando los perros hambrientos devoraron estos soportes al no tener lugares seguros para archivarlos. Sobre esta situación, anotó el escribano en el llamado Libro Becerro:

Y saben asimismo, cómo hasta que el capitán Alonso de Monroy, teniente general de vuestra señoría, vino con el socorro de las provincias del Perú, los cabildos y los acuerdos que se hicieron, y cosas tocantes al gobierno de esta dicha ciudad, que habían de estar asentados en otro libro tal cual el que a mí se me quemó, por falta de él y de papel para lo hacer, tenía asentados los dichos cabildos en papeles y cartas viejas mensajeras, y en cueros de ovejas que se mataban, que los unos papeles de viejos se despedazaban, y los cueros me comieron muchos de ellos perros por no tener dónde los guardar.

De tan triste realidad colonial, intuyen Nicolás Palacios y otros autores que provendría el concepto popular de “pasar pellejerías”, pues en tiempos de escasez y miseria las pieles de animales se usaban para todo: como prendas, monturas, camas, manteles y hasta libros de escribanía, según se ve.

En las actas del Cabildo de Santiago del 25 de octubre de 1553, vuelve a aparecer el problema de los perros mal cuidados por sus amos, en este caso estableciendo algo que sonará parecido en nuestra época, y que casi siempre ha caído en letra muerta, además: “que si algún perro matare cabra o hiciere daño, que lo pagará el dueño del perro”. Es de suponer que, ya entonces, las mascotas comenzaban a abundar en régimen sólo parcialmente doméstico a causa de la poca responsabilidad de sus propietarios.

El problema ha sido históricamente el mismo, como puede derivarse a partir de lo expuesto: el comportamiento del dueño más que del animal, es la causa en esencia o, cuanto menos, el punto de partida de cada caso. Por alguna razón, sin embargo, la sociedad chilena nunca pudo aprender esto, a pesar de que la misma dificultad social nos acompaña desde nuestros orígenes como país, pueblo y nación. La misma correlación estrecha entre hombres y perros en la sociedad que han sido capaces de construir los primeros, es la que ha abierto la posibilidad a infinidad de manifestaciones incontestables de irresponsabilidad, dejando al descubierto los problemas y fallas orgánicas de tal convivencia.

"La expedición de Diego de Almagro saliendo de Cuzco" de fray Pedro Subercaseaux, en 1907. El autor no olvidó los perros al representar con sus pinceles la caravana de Almagro partiendo rumbo a Chile.

Aspecto de la ciudad colonial de Santiago, en el 1600. Fuente imagen: Imagina Santiago.

Del mismo modo, la propia formación cultural iniciada en plena Conquista, que ha ido convirtiendo a nuestros perros en la especie favorita y, cuando no, en el equivalente a las “vacas sagradas” para nuestra realidad criolla, fue volcándose sobre los mismos canes, especialmente por la desvalorización del quiltro frente a los perros de raza, a pesar de todo el cariño y hasta la identificación que el pueblo chileno exprese sinceramente por él. La sociedad colonial que prefirió al perro especializado, al de guerra o al de ganadería y, por consiguiente, de razas con atributos especiales (guardianes, guerreros, cazadores, etc.), a diferencia de los criollos que debían conformarse con los mestizos o sin raza para todos los demás usos que pudiera ofrecer, hizo su parte en el mismo problema social que arrastra nuestra convivencia entre hombres y perros hasta los actuales días, con escasos avances esenciales a pesar de las modificaciones de forma.

A la sazón, pues, cientos de perros vagaban por las cuadras de las ciudades chilenas, habiéndose propagado en forma extraordinaria: pugnaban con los cerdos y las cabras que también pulularon libremente por la capital chilena, por ejemplo, bebiendo agua de las acequias inmundas de la plaza central y derrotando a las autoridades en su afán de mantener un mínimo aseo público, según advierten con cierto énfasis autores como Diego Barros Arana.

El sacerdote y cronista Alonso de Ovalle, por su lado, recuerda cerca de la apertura de su “Histórica Relación del Reyno de Chile” que, ya hacia la última década del siglo XVI, el capitán Sebastián García Carreto, fundador del Noviciado de Bucalemu, fue emboscado y atacado en una ocasión en que paseaba con su perro en el campo, por una fiera jauría cimarrona de los varios canes que merodeaban montes y bosques del sector, debiendo usar su arma para defenderse, aunque sin lograr salvar a su mascota de la brutal embestida. El problema no era sólo salud pública, entonces, sino de la propia integridad física, lo que nos da una proporción de la antigüedad de este asunto aún no resuelto en el país.

No es difícil suponer que la libertad de los perros en situación callejera fue generando aquellas primeras jaurías salvajes de los orígenes de la sociedad chilena, tan tempranamente según todo indica, algo que se vio facilitado por la rápida reproducción de la prolífica y exitosa especie. Como los desperdicios no bastaban para los más cimarrones o retirados de áreas urbanas, la alimentación la conseguían, como hoy, con la pobre fauna nativa y, cuando no, con asaltos a los animales de crianza de la misma ciudad o de sus márgenes. Algo nada difícil de concebir en una floreciente urbe en donde las gallinas y los patos paseaban libres por las calles, dicho sea de paso. De hecho, en ciertas localidades del país todavía podemos ver esbozos de problemas parecidos a aquellos o acaso exactamente los mismos, con perros salvajes que suelen atacar de noche, casi periódicamente, los gallineros y los corrales ante la impotencia de los frustrados dueños criadores.

Adicionalmente, como hubo períodos de la Colonia en que casi no pasaba un mes sin alguna ejecución en Santiago como mínimo, los mismos perros de vida urbana o semi-urbana comenzaron a añadir otro problema gravísimo para los escrúpulos de la capital, cuando los cadáveres de los ajusticiados en la Plaza de Armas eran apilados en la entrada de la cárcel: varias veces sucedió, por lo mismo, que sus cuerpos fueron atacados por canes callejeros hambrientos, algo facilitado por el descuido de los guardianes. Cosas parecidas se deben haber visto en otras ciudades del Chile de entonces.

Aquel nauseabundo problema llevó, tiempo más tarde, a establecer -por evidentes razones de salubridad y también de prudencia pública- la expresa prohibición de exponer de tal forma los muertos, ya en el siglo XVIII según comenta don Vicuña Mackenna en “Los médicos de antaño en el Reino de Chile”.

La convivencia de hombres y perros en Chile, en consecuencia partió mal, en los primeros dos siglos de coloniaje: con los mismos problemas que arrastra hasta nuestros días y por causa basal del comportamiento incivil de los primeros, aunque deban pagarlo -casi invariablemente- los segundos.

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