CHUFLAY, EL QUILTRO CALICHERO

Con relación al caso de los perros del salitre y del mundo minero en general, tenemos a mano las aventuras y desventuras caninas de un relato notable: “El quiltro Chuflay”, cuento de Joaquín Edwards Bello ambientado en las oficinas nortinas de la industria de nitratos, contexto pampino en el que hubo tantos otros casos de perros que se hicieron conocidos en las comunidades de vecinos y trabajadores de las oficinas de la explotación de las riquezas del desierto.

Con la anotación de ser una "historia verídica de las salitreras" aunque de seguro ficticia en ciertos detalles, la historia de Chuflay refleja una situación que no fue infrecuente en las calicheras nortinas: el destino incierto y a veces trágico de las mascotas de los trabajadores, en los campamentos  mineros y oficinas del salitre. Lo confirmaban varios de los sobrevivientes y últimos habitantes que tuvieron estos centros de la actividad salitrera del norte del país.

Sobre aquella mascota llamada Chuflay, nombre del trago popular apetecido en los tiempos del ferrocarril y los pueblos mineros, así inicia el autor su relato publicado en “Cuentos y narraciones” y recopilado por Alfonso Calderón:

Nadie hubiera podido decir de qué raza era el perro. Chiquito, ágil, malicioso como su amo, tenía un color de gamuza. Cuando ladraba, que era a menudo, levantaba el hocico y se paraba en las patas traseras; hacía un ruido escandaloso. Se llamaba Chuflay y su amo era Sandalio Navarro, hijo del pueblo. Ambos eran plebe, puesto que el perro pertenecía al conglomerado canino denominado quiltros.

Sandalio tenía poca suerte. Ensayó toda clase de oficios en Santiago, llevando a su Chuflay detrás como una sombra. Cuando iba preso por cometer desórdenes en un exceso alcohólico, el perro le seguía detrás de los pacos con el rabo sin gallardía. Pero paraba a cada movimiento del amo las orejas, pendiente de una posible escapada.

Seguidamente, el autor explica cómo fue que amo y mascota llegaron a las pampas salitreras, estableciéndose en una oficina de la región antofagastina:

Cuando le contrataron para la salitrera Filomena, el pobre Sandalio estaba al final de su resistencia. Se llevó a Chuflay bien escondido, dándole desperdicios por el camino. Pero la verdad es que el perrito no necesitaba protección, y hasta, en los momentos de mayor apuro, solía llevarle a su amo trozos apetitosos robados de los escaparates.

Cuenta también que Chuflay se impresionó con el mar, al que nunca antes había visto, pero se encontraba enfermo ya al estar por desembarcar en Antofagasta, debiendo ser arropado. Su dueño venía esperanzado en hacer dinero en esas tierras del oro blanco, tan distintas a los paisajes urbanos en los que habían vivido. Y con esa filosofía optimista trabajó Sandalio en aquellos días, cuando las demandas de nitrato derivadas de las circunstancias de la Gran Guerra confirmaban que “el salitre chileno, como el azúcar cubano y el café brasileño, es la sangre de un pueblo”, según espeta Edwards Bello.

Por fortuna, Chuflay mejoró cuando ya habían llegado a la oficina Filomena, pero el cambio ambiental había sido radical y traumático para ambos:

¡Qué lejano el ruido de las góndolas y los suplementeros! ¡Las mañanas con un pequén y las noches en el bar del barrio! Ya no vería más su Avenida Matta con sus ruidos estridentes y sus fabricanas morenas y el baile de la esquina de San Diego… ¡Y no vería más la Alameda, ni el Parque en el Dieciocho! ¡Chuflay, la vida es triste! El perrito se puso a lamerle las manos.

Trabajadores salitreros y sus familias, en una oficina  de la industria del nitrato, hacia el 1900. Detalle de un trabajador jugando con un perro. Fuente imagen: Biblioteca Nacional Digital.

Cementerio de la oficina Filomena, en el Cantón Bolivia, Región de Antofagasta. Captura de video en el canal Youtube de Reinaldo Riveros Pizarro.

El intendente de Tarapacá y su comitiva en Huara, en la ruta salitrera de la Pampa del Tamarugal, durante una visita de diciembre de 1910. Son retratados junto a un pequeño niño del pueblo y un perrito. Imagen publicada por revista "Zig-Zag".

Poco le duró el optimismo al trabajador, sin embargo, porque la rápida debacle de la post guerra obligó al irremediable cierre de la Filomena, y recibió así el aviso de que el próximo pago sería su último sueldo. Habían comenzado, pues, los primeros síntomas de nefastos tiempos oscuros que iban a cerrar la gesta chilena del salitre, unos años después.

En el aciago último día allá, un piquete de infantería hizo guardia durante la desocupación del campamento, para evitar alguna clase de revuelta o reacción inesperada de los obreros. Según el autor, “de cada cien obreros, lo menos ochenta tenían perros”, así que muchos de ellos pasaron a ser parte las pandillas de canes que quedaron abandonados entre las abundantes ruinas de la industria salitrera nacional, cuando sus trabajadores se retiraron junto a sus familias y lo que les cabía en un par de maletas roñosas, cuanto mucho.

Desde la Filomena, varios de ellos sacaron sus canes a pesar de que se rumoreaba ya que no podían entrar animales al tren que se los llevaría. En efecto, en los vagones y el andén se le prohibió el acceso, por lo que se armó inmediata algazara contra la medida. Un buen jefe escocés trató de convencerlos de que eran demasiados perros, pero no fue posible persuadirlos. Al final, se impuso el criterio de los patrones a fuerza de órdenes y amenazas: ningún can entró a los vagones, tampoco Chuflay. Algunos obreros hasta lloraron al sentir cómo el ferrocarril partía hacia la costa esa mañana, mientras dejaba atrás a sus queridas mascotas, a sus compañeros de penurias en la minería del caliche y la soledad inmensa de los desiertos.

Con dramático acento, agrega Edwards Bello que Sandalio estaba entre los inconsolables trabajadores que ahora miraban a Chuflay y varios otros perros corriendo desesperados detrás del tren, pero quedando cada vez más atrás, hasta perderse en la árida distancia y las ondulaciones de los espejismos desérticos. Acongojado, sólo alcanzó a arrojar su abrigo por una ventanilla, para que algo de él quedara con el fiel animalito, como un mínimo y abatido consuelo.

Lo que sucedió un poco más tarde se repitió en muchas ocasiones en la historia del salitre, según recordaban también sus propios protagonistas y sobrevivientes de aquella epopeya. Pasados unos días desde la ida de los residentes, llegaron en la locomotora las partidas de nuevos trabajadores pamperos, arribados hasta la misma estación en donde permanecían aún los perros, abandonados a su suerte. En su inocencia canina, los sedientos y hambrientos quiltros se abalanzaron sobre el tren creyendo que eran sus amos que regresaban desde aquella misteriosa ausencia. Pero no: eran otros hombres, desconocidos y desconfiados de aquellas jaurías, temiendo que fueran de animales bravos y peligrosos.

Las descargas de las carabinas sonaron una y otra vez, y todos los perros de la oficina Filomena terminaron exterminados, con su sangre absorbida por la tierra ardiente de la pampa. Débiles y enfermos, ninguno de los quiltros pudo escapar a la masacre… Tampoco Chuflay, como se puede adivinar.

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