LA REPÚBLICA Y LOS PERROS: TESTIMONIOS DE GAY Y DARWIN

Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional. Ya se ven perros sueltos viviendo en la ciudad en los primeros años de la República consolidada.

Con el advenimiento de la Independencia y los primeros años de ordenamiento republicano, no parece haber diferencias sustanciales en Chile respecto a la presencia del perro callejero y del silvestre, mayoritariamente de los que llamaríamos quiltros, ya que era más probable que los de buen pedigrí estuviesen mejor cuidados y correspondientemente bien guardados, al igual que sus amos. Por otro lado, la llegada a América de una gran cantidad de sabios y naturalistas europeos al caer el dominio hispánico sobre el Nuevo Mundo, incluyendo nuestro país, permitió que testimonios interesantes para la historia quedaran en los registros.

Como dato curioso, cabe indicar que en aquellos días era tan corriente la presencia de perros callejeros en la ciudad que, estando muy arraigada la costumbre de la siesta cerca de las cinco de la tarde, proliferó por la capital chilena el dicho popular: “En la hora de la siesta sólo los perros y los ingleses andan por las calles”, según recuerda Vicuña Mackenna en su libro sobre la historia de Santiago. Es casi seguro, además, que muchos de esos perros acompañaron a sus amos en la caravana de los sufridos patriotas buscando el exilio en Mendoza, tras la estrepitosa derrota de 1814 en Rancagua y el abrupto final de la Patria Vieja, con don José Miguel Carrera resguardando el final de la triste procesión que cruzaría la cordillera.

Empero, reiniciada la lucha y ya en los primeros años de vida independiente, tuvo un gran desalojo de los animales que vivían sus miserias en el llamado Basural del Mapocho o de Santo Domingo, allí donde se instaló después el Mercado de Abastos por orden de don Bernardo O’Higgins, justo por donde ahora está el Mercado Central, sobre la ribera del río. Haber espantado de este sitio a los perros, debió esparcir por la ciudad más canes vagos, además de las ratas citadinas que les servían de desesperada comida. Empero, el terreno ya estaba elegido para instalar en él al Mercado de Abasto que había sido retirado con sus ferias de la Plaza de Armas.

Rumores insistentes decían en la sociedad santiaguina de entonces, además, que tras la apertura del Cementerio General a fines de 1821, también por disposición del Director Supremo, perros vagos y hambrientos se metían en las noches al camposanto para desenterrar y devorar cadáveres, obligando al afligido protector del cementerio, el entonces senador Francisco Antonio Pérez, a publicar al año siguiente un informe donde desmentía por completo estas y otras muchas habladurías sobre el recinto funerario, adjudicando su origen a la ignorancia de la chusma y a la maledicencia de quienes querían perjudicar al gobierno cuestionando la creación de la necrópolis. Más adelante, sin embargo, hacia fines de ese mismo siglo y hasta poco tiempo más, sí hubo esta clase de macabro problema en los rústicos cementerios de las oficinas salitreras y las aldeas del Norte Grande del país.

Tras llegar a Chile y ser contratado por el gobierno en 1830, el insigne sabio y naturalista francés Claudio Gay confirmaría también que los perros existen en nuestro país “desde los tiempos más remotos de la conquista”, pero que habría sido sólo por el último siglo, al momento de escribir sus valiosos tratados, cuando más se notó que el descontrol reproductivo de los caninos libres los había llevado a retroceder a estados salvajes y formar grandes jaurías cimarronas, especialmente en territorios aislados como el Archipiélago de Juan Fernández (en la llamada Isla de los Perros). Esto último ocurría tras la introducción de canes en la isla, por orden del virrey de Perú y para el control de las cabras que muchos bucaneros y navegantes hostiles usaban como alimento en sus viajes.

Conviene recordar que algo parecido al caso de Juan Fernández había sucedido también en Isla Mocha, en Arauco, aunque allí parecía ser menos grave y los perros silvestres convivían con las caballadas en la misma condición indómita. El almirante Jakob Roggeveen incluso vio varios de estos perros viviendo en las antiguas cabañas abandonadas que pertenecieron a los primeros colonos de la isla, todavía en marzo de 1722, confirmando observaciones anteriores de viajeros que pasaron por ella, como la expedición de John Davis en 1687.

Resulta inevitable preguntarse qué dirían hoy esos viajeros, sin embargo, si supieran que en estos días de progreso y conocimiento tan lejanos a su tiempo, todavía persiste no sólo el problema de los perros sin dueño, sino también el mismo de las jaurías salvajes, cuya calamidad sólo ha empeorado y se ha pretendido resolver autorizando la controvertida facultad de caza, medida detenida por las sensiblería de grupos contrarios a la misma y por la repulsa cultural que existe en la sociedad chilena contra el exterminio de perros.

Las principales razas-especialidades que Gay identificaba en el Chile de su época, eran los perros pastores y ovejeros, los leoneros, los zorreros y los hogareños de casta que hoy llamaríamos finos. Adicionalmente, identifica ese rasgo de la domesticación canina o la forma de “pacto” implícito de protección y mutua lealtad de la sociedad criolla y modesta con sus perros, en oposición al histórico ánimo demostrado por las autoridades para resolver los problemas derivados de las faltas y las violaciones humanas a este mismo contrato o “pacto” imaginario, generalmente con persecuciones y matanzas de estos animales.

    En el tomo sobre zoología de su "Historia física y política de Chile", informa el autor sobre las curiosas características que habían ido adoptando por necesidad los perros en el país:

Siendo así que estos animales son susceptibles de adquirir por la educación cierto grado de respeto, deben necesariamente estar privados de él cuando se encuentran fuera de esta suave influencia, lo que ordinariamente acontece a los infortunados perros que les ha caído en suerte la cabaña del pobre. Estos son en cierto modo los más numerosos en Chile, no sólo por ser muy útiles a los pastores, sino también por la costumbre que se tienen de dejar vivir casi todos los que hacen los miserables ranchos. En atención a la pobreza de tales gentes, estos desgraciados animales no viven más que de privaciones, y su único alimento es suero, al que se añade a veces salvado, y frecuentemente se les abandona a sí mismos: entonces estos desvalidos animales, que han llegado a ser en todos los pueblos el símbolo de la amistad y fidelidad, se ven obligados a alimentarse de cuantas inmundicias encuentran y más frecuentemente de excrementos humanos.

Esta grande penuria de alimento unida a la falta de toda amistad de parte de su dueño y más aún los malos tratamientos que recibe, han influido singularmente en lo moral y el carácter de estos animales, y los ha vuelto tristes, malignos, embrutecidos, perezosos, mientras que la necesidad continua de alimentos desenvuelve sobre manera en ellos el instinto de la astucia y del robo. Siendo más bien esclavos que socios o compañeros de su amo, olvidan todo respeto a su propiedad, y se han inclinado a toda especie de latrocinio que los muchos castigos no pueden impedir de ningún modo, estando siempre atormentados por el hambre. La inclinación al robo es mucho más excitada hacia los extraños, particularmente contra los que por gusto o necesidad se ven obligados a tener que pasar la noche en campo raso; entonces es cuando este animal pone en ejecución todo su ingenio y astucia: aproxímase al paraje por caminos desviados y silenciosos, olfatea todos los lugares y alrededores, queda un momento inmóvil para mejor observar los detalles, y cuando se ha asegurado que todo el mundo duerme, se desliza hacia las alforjas que sabe deben contener las provisiones, se apodera del pan y del charqui, y aléjase a devorarlo con un apetito proporcionado a su necesidad; a veces todavía vuelve a la carga para llevar los zapatos, lazos y otros objeto de cuero, que con sus dientes desgarra trabajosamente, y los traga con tal avidez, que sólo la fuerza del hambre y el instinto de conservación pueden hacer posible.

Esta vida miserable y de continuas privaciones ha vuelto muy salvajes los perros de los pastores e inquilinos, y hécholes perder la familiaridad que constituye uno de los más bellos atributos de su carácter. En los ranchos se les encuentra siempre al lado del fuego, incomodando a las personas que se aproximan, y completamente insensibles a los golpes que les dan a los que están acostumbrados desde su tierna edad. Sólo los forasteros puede hacerles salir de su apatía; apenas sienten alguno corren a su encuentro, le atormentan con sus ladridos, acompáñanle hasta el umbral de la puerta, y frecuentemente le obliga a implorar la protección del dueño para ponerse al abrigo de su oportunidad, y aun a veces de su agresión.

Su presencia llega a ser no solamente molesta sino también insoportable, sobre todo a la hora de comer; aunque hasta entonces hayan sido completamente insensibles a las caricias que se les hayan hecho, y hubiesen permanecido a cierta distancia con atención disimulada y taciturna, se apresuran a rodear la mesa, y conservan la mayor inmovilidad, mirando con una aire mezclado de dulzura y solicitud, y aguardando con la más viva impaciencia el primer hueso, que desde luego llega a ser una batalla a todo trance; se arrojan en efecto con la más feroz avidez, tratando cada uno de apropiársele, y cediéndole antes el débil al más astuto y este al más fuerte, a menos que su agilidad le ponga al abrigo de las persecuciones de su injusto agresor. En esta clase de disputas el verdadero carácter del perro desaparece para dar lugar al egoísmo más exaltado; el instinto de conservación sofoca la sociabilidad, y el individualismo preponderante le conduce casi a esas costumbres exclusivas de los animales solitarios y especialmente de la mayor parte de los carnívoros, dando a su voluntad una discreción muy contraria a la educación adquirida. Se creería que todo sentimiento de reciprocidad ha desaparecido, que no hay entre ellos armonía, subordinación ni orden social, y que sólo la ley del más fuerte debe en adelante serviles de guía y gobierno; es el perro vuelto lobo con los ardides de la zorra.

Posteriormente, el naturalista francés constata y comenta también del origen de la simpatía criolla por el perro insistiendo en sus anteriores conceptos, desde la esencia campesina de la vieja población chilena a la vida urbana:

Todos estos perros, como hemos dicho ya en nuestra Fauna Chilena, viven bastante miserablemente, faltas las más de las veces de alimento, y sin embargo los campesinos por una preocupación muy general no se permitirían matar uno solo de ellos aun cuando su número se multiplicase mucho. Sólo en las ciudades es donde a causa de la higiene se verifican estas matanzas de perros, antiguamente a palos por los hombres a quienes pagaba la policía y principalmente por los aguateros de Santiago, etc., o los hombres que costeaban los carniceros en Copiapó, etc., a los que por burla se llamaba los mata-perros, y en el día por medio de la estricnina que produce resultados inmediatos y de una manera menos bárbara y menos repugnante.

"Sólo en las ciudades es donde a causa de la higiene se verifican estas matanzas de perros, antiguamente a palos...", escribió Gay sobre Chile.

"Se acaba de ordenar que todos los perros vagabundos fuesen muertos, y vi un gran número de cadáveres de ellos en el camino...", escribió Darwin en Chile.

Para el erudito Gay, sin embargo, no había perros nativos en el territorio chileno y todas las razas debían ser introducidas, o resultantes de las cruzas entre estas, planteamiento que ha sido cuestionado en épocas posteriores. También describe el triste final que tenían muchos de ellos, al ser sacrificados en ritos mágicos:

El perro no existía en Chile antes de la invasión de los españoles: los primeros conquistadores lo introdujeron, y después de esta época se han propagado hasta lo infinito, por la mezcla de muchísimas razas confundidas hoy unas con otras; las que dominan generalmente, aunque muy degeneradas, son las de los perros de pastor y los daneses; se encuentra también en cantidad aquella tan distinta por falta de pelos sobre el cuerpo, conocida en Europa bajo el nombre de perro turco; esta es la raza que se ha conservado más pura, la cual es originaria de Oriente y no de América, como algunos autores lo habían predicho. Estas razas son muy comunes en todo Chile, y aun entre los araucanos que la asocian en ciertos machitunes; así cuando hay cualquier enfermo en alguna de sus chozas, los parientes tienen la costumbre de alejar con el mayor cuidado estos animales, y de conducir algunos a una angostura vecina para celebrar una ceremonia que termina siempre con la muerte de estos perros; los cuelgan en seguida de un árbol cercano con la intención, dicen ellos, de impedir a los espíritus malignos entrar en este estrecho pasaje y llegar hasta el enfermo.

Estaría demás detallar por qué, en nuestra época, la alternativa de eliminación con uso de la estricnina que en su época Gay definía como “menos bárbara y menos repugnante”, con los conocimientos y avances actuales es considerada uno de los procedimientos más criminales y brutales de los que se han dispuesto para tan innoble tarea, encontrándose prohibida a pesar de que, de cuando en cuando, aún hace noticia algún sacrificio masivo de criaturas valiéndose de tan infame veneno. De todos modos, los siniestros mataperros mencionados por el científico permanecieron como una institución activa en las ciudades chilenas por algunos años, antes que el progreso de la conciencia de la sociedad y de las responsabilidades colectivas de la civilización alcanzara para compartir sus rendimientos también con los canes.

Hacia este mismo período histórico de la presencia de Gay en Chile y narrando sucesos vistos en el Norte del país, asoma la visión de quien sería otro reputado científico visitando nuestro territorio: el padre del evolucionismo Charles Darwin, con memorias plasmadas en “Viaje de un naturalista alrededor del mundo”, sobre su famoso periplo en la nave HMS Beagle comandada por el capitán Fitz Roy. Allí testimonia el uso de canes para la caza y la captura de pumas en el mundo rural chileno, e 24 de septiembre de 1834:

En Chile se los acosa, por lo común, hasta que se hacen fuertes contra un árbol o unas malezas y se los mata a tiros o atacados por perros. Los perros dedicados en particular a esta caza se llaman leoneros; son animales débiles, delgados, parecidos a los zorreros de piernas largas, y con un instinto especial para esta caza. Dícese que el puma es muy astuto; cuando se le persigue se vuelve hacia atrás y luego de repente da un enorme salto hacia un lado y espera a que los perros despistados pasen del lugar en que se halla.

Después, en un segmento dedicado a la hidrofobia y sobre lo que testimonió personalmente en las cercanías del valle de Copiapó , escribe el sabio inglés algo que revela los móviles auténticamente sanitarios que hubo tras ciertas matanzas de perros en esa localidad, más allá de la mera molestia que provocaban a los carniceros según lo que comentara Gay. He aquí lo que Darwin atestigua al respecto, el 11 de junio de 1835:

Se acaba de ordenar que todos los perros vagabundos fuesen muertos, y vi un gran número de cadáveres de ellos en el camino. Muchos perros habían sido atacados por la hidrofobia y no pocas personas habían sido mordidas y sucumbieron a tan horrible enfermedad. No es la primera vez que la hidrofobia se declara en este valle, y es muy sorprendente que una enfermedad tan extraña y tan terrible aparezca a intervalos en un mismo lugar tan aislado. Se ha observado que ciertas aldeas de Inglaterra se hallan, análogamente, más sujetas que otras a esta plaga. El Dr. Unanué hace constar que la hidrofobia apareció por vez primera en la América meridional en 1803; ni Azara ni Ulloa oyeron hablar de ella en la época de su viaje, lo cual confirma aquella aserción. El Dr. Unanué agrega que la hidrofobia se declaró en la América central y extendió lentamente sus estragos hacia el Sur. Esa enfermedad llegó a Arequipa en 1807; dícese que, en esta ciudad, algunos hombres que no habían sido mordidos sintieron los efectos de la enfermedad; unos negros que se habían comido un buey muerto de hidrofobia también fueron atacados por ella. En Ica, cuarenta y dos personas perecieron desgraciadamente. La enfermedad se declaraba de doce a noventa días después del mordisco y la muerte llegaba inevitablemente dentro de los cinco días que seguían a los primeros ataques. Después de 1808 se pasó un largo período durante el cual no se señaló ninguna enfermedad.

El asunto problemático con los perros en régimen de semi-domesticación se observaba ya entonces en todo el Chile poblado, con todas las complicaciones sanitarias que esto involucraba. Pero no era sólo por la transmisión de enfermedades y los ataques por mordeduras, sino también por el comportamiento de los mismos animales en su constante lucha por la supervivencia a expensas de la ciudad y sus residuos, con casos de características tales que nos trasladan a la época colonial, cuando ni siquiera se podían dejar los cadáveres de los ejecutados a la vista en las plazas mayores ante la inminencia de que acabarían masticados por los perros que rondaban en las calles.

En 1837 tuvo lugar un ejemplo bastante chocante de esta misma situación, arrastrada desde tan antiguo. Tras asesinar al ministro Diego Portales en Valparaíso, el coronel José Antonio Vidaurre y sus hombres amotinados fueron ejecutados sin consideración ni piedad. Su cabeza fue exhibida en picota en la Plaza de Quillota pero, de un momento a otro, desapareció. Se sugiere que los restos acabaron siendo robados por desconocidos, aunque podrían ser más bien algunos de los muchos perros vagos del pueblo, pues terminó devorada y abandonada en una zanja. La pieza fue rescatada después en dicha acequia y, al parecer, llevada a Santiago.

La historia de aquel cráneo de Vidaurre y de sus enredos con el mundo canino no terminan allí, por cierto: fue encontrado y recuperado por su amigo Ramón Boza, uno de los conspiradores que participaron del alevoso asesinado y quien, arrepentido por el crimen de Portales y agobiado por los remordimientos, abandonó a su familia y se integró como lego a la Recoleta Franciscana de Santiago para expiar sus culpas y calmar su alma, manteniendo allá la pulida calavera de su amigo en un pequeño altar. Más aún, Boza y el cráneo de Vidaurre acompañaban en la Recoleta las procesiones de fray Andrés Filomeno García, el venerado Fray Andresito quien, curiosamente según su leyenda, era sumamente compasivo con los innumerables perros vagos de vecindario mapochino y chimbero, a los que alimentaba en la puerta del convento, siguiendo con lealtad y dedicación la costumbre animalista del hábito de San Francisco de Asís.

Finalmente, la leyenda cuenta que lo mismo hicieron varios hombres santos de aquel histórico convento remontado a los orígenes mismos de la ciudad de Santiago de Chile, como el otro candidato a santo Fray Pedro de Bardeci y, probablemente también, el Negro Andrés de Guinea, en atención al amor y la clemencia hacia los animales que siempre ha identificado a la caritativa doctrina franciscana... Eran las extrañas contradicciones de la relación entre los criollos y sus canes, arrastradas a lo largo de toda la historia.

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