LAS MATANZAS DE PERROS DE LOS SIGLOS XVI Y XVII

 

Siluetas mostrando la escena de un típico exterminio de perros de los siglos XVIII y XIX, según dibujo publicado en el libro “Memorias de un perro escritas por su propia pata”, de Juan Rafael Allende, en 1893.

Aunque suene extraño, las sangrientas matanzas de perros sin dueños se practicaban ya en la época fundacional de Chile. Sin embargo, a pesar de ellas, hacia 1583 la situación de los canes de todos modos ya se salía de todo control en los poblados de la Capitanía General.

Quizá no se pueda esgrimir aquello como argumento para deslegitimar la mediana efectividad de las medidas más duras que por entonces se tomaban contra los canes semi-domésticos y los salvajes, pero sí expone la rapidez con la que el problema había crecido y seguía creciendo, pudiéndose conjeturar -con buenos argumentos- que lo fue producto de la vernácula irresponsabilidad de los habitantes de las colonias, como causa basal del problema y que, de alguna forma, nunca ha sido del todo resuelto.

En esa circunstancia, en Santiago de la Nueva Extremadura y por acuerdo del 12 de abril de ese año, el procurador don Martín Hernández de los Ríos pedía angustiado que “se repare el camino de las carretas y que se maten los perros cimarrones”, refiriéndose al antiguo sendero de Santiago a Valparaíso que, dos siglos más tarde y ya en el gobierno de Ambrosio O’Higgins, pasó a ser mejorado y convertido en su lugar de empalme con la capital en la actual avenida San Pablo, con su famosa “pirámide” ya desaparecida en el cruce con la actual calle Brasil. Los perros marginales se habían vuelto un peligro para los viajeros y para las cargas, a esas alturas.

El cronista Alonso de Góngora y Marmolejo, por su lado, cuenta en su “Historia de todas las cosas que han acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado” de 1575, algo sobre una de las primeras matanzas masivas de perros ocurridas en el naciente país, específicamente en el poblado de Concepción y cerca de una década antes del año en que informaba de ellas, involucrando al gobernador Villagra en la trama:

...había en la Concepción gran cantidad de perros que tenían los cristianos e indios de su servicio, y cuando se tocaba arma, que era casi de ordinario, aullaban y ladraban en tanta manera que no se podían entender; y para evitar esto, mandó Pedro de Villagra que cualquier soldado o indio que trajese perro muerto le diesen cierta ración de vino o de comida: con esta orden los mataron todos. Fuera mejor dar la tal ración a quien trajera cabeza de algún indio, o presea de él, como hacían los numantinos en aquella guerra tan porfiada que tuvieron con los romanos.

Pocos años después, en sus “Instrucciones y ordenanzas para los administradores de pueblos de indios” dictadas el 4 de febrero de 1593, el Gobernador Martín García Óñez de Loyola instruía, dentro de todo su largo articulado, la siguiente orden: “Que tenga cuidado de matar a los perros cimarrones, gatos y leones y todos los demás perros, dejando a cada indio un perro”.

Hay evidencia de otra temprana gran matanza de perros en 1606, cuando el 6 de mayo de ese año el Cabildo de Santiago abordó un decreto emitido durante la gobernación de don Alonso García de Ramón, según se constata en las actas:

...y porque en los términos de la dicha ciudad hay muchos perros cimarrones y otros que crían los indios, que son los que destruyen y menoscaban el ganado, mando que los matéis todos, y los que tuvieren los indios los mandéis matar, no dejándoles más de uno que les guarden su casa, y los de los españoles que vieres que hacen daño; y mando al Cabildo, Justicia y Regimiento de la dicha ciudad de Santiago que, juntos en su cabildo, según lo han de uso y costumbre, reciban de vos el dicho capitán Juan Ortiz de Araya el juramento que en tal caso se requiere y, hecho, él y todos los demás vecinos y moradores de la dicha ciudad y sus términos y jurisdicción, os hayan y tengan por tal capitán a guerra y juez de las dichas causas, y os hagan guardar y guarden todas las honras, gracias, preeminencias, prerrogativas, que por razón del dicho oficio debéis haber, tener y gozar.

Croquis del Santiago de 1552, por Tomás Thayer Ojeda (Fuente: Stehberg y Sotomayor, 2012). Ya entonces, la pequeña ciudad capital del Reino comenzaba a sufrir los primeros efectos de los perros abandonados en sus pocas calles.

Aspecto de la ciudad colonial de Santiago, ya en el 1600. Fuente imagen: Imagina Santiago.

Plano de Santiago publicado por el sacerdote jesuita Alonso de Ovalle en su obra "Histórica relación del Reyno de Chile i de las Mifiones i Miniftterios que exercita la Compañía de Jesús", de 1646. Hay bastante de idealización en la obra,.

El 30 de mayo siguiente, se autorizó ahora al capitán Córdoba para la ejecución de perros, pagando por cada cabeza y mostrando los alcances de calamidad que habría alcanzado para entonces el asunto:

En este cabildo se presentó el capitán Juan de Córdoba con un título de el señor Teniente general para deshacer borracheras y para otras cosas, y entre ellas, para que pueda hacer matar los perros en todos los pueblos de indios y estancias de esta jurisdicción; y porque con más cuidado y diligencia se haga, se le señala al dicho capitán Juan de Córdoba medio tomín de cada cabeza de perro que así hiciere matar, y atento el provecho que de ello resultará a la ciudad, vecinos y moradores; y este salario pueda llevar y lleve en cada pueblo o estancia, pagándoselo el administrador o estanciero y persona que lo tuviere a cargo, en cabras a medio peso cada una, o en ovejas a tomín y medio; lo cual se le dé y pague con que se halle personalmente con sus ministros y no de otra manera, por obviar los daños que los tales ministros suelen hacer; y esto se proveyó unánimes y conformes, y que use de su título, que le darán todo fuero y ayuda.

Explicada de una forma más razonable esa curiosa fórmula de pago, se remuneraría una medida monetaria de tomín en cabras u ovejas por cada cabeza de perro; mientras la cabra se calculaba en medio peso, equivalente a siete reales y medio vellón, a la oveja se la estimó en tomín y medio, equivalente a 45 céntimos de peseta.

Volviendo a las ocasiones en que los perros fueron víctimas de los hispanos, pero más bien a causa de las posibilidades culinarias que representaron para cuando la necesidad tiene cara de hereje, anota Alonso González de Nájera en su “Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile”, hacia 1614, que los españoles de varios fuertes del sur del territorio solían dar caza a los canes campestres con un arma de fuego y se los comían asados, pues “han multiplicado tanto que destruyen el ganado”, según apunta al margen. Hay ciertos testimonios muy parecidos de europeos recurriendo a esta práctica por aquellos años, en algunos casos más desesperados que otros, surgidos ya sea de la angustia alimenticia o de la necesidad de controlar el número de animales.

Con diferentes posibilidades a mano (todas crueles y groseras a nuestra actual ética sobre el trato animal) comenzaba a suceder por entonces lo que ya parecía inminente ante el problema producido por la gran cantidad de perros sin dueño dispersos por el Reino de Chile: el orden ciudadano se volcaba progresivamente contra los canes abandonados o mal cuidados, cual si ellos fueran la causa esencial del problema que provocaban y no tanto el comportamiento insensato e imprudente al que nos hemos referido.

A mayor abundamiento, tanto ayer como hoy el origen del problema perruno ha estado en malos hábitos y acciones irresponsables de los habitantes de las mismas ciudades y campos donde bullían libres los canes, por habérseles permitido (o forzado) la vida vagabunda y callejera, y a veces retrocediendo a estados evolutivos que ya parecían superados por la especie, antes de los inicios del contacto con los seres humanos… Es decir, tal cual sucede en nuestra época y después de varios siglos de prueba y error con los mismos malos métodos que se pretenden pasar como favorables y precisas soluciones, por alguna extraña tozudez nacional remontada a los propios fundadores.

Finalmente, y como nota curiosa, se sabe también que cuando el general Francisco de Meneses y Brito, el ancestro de don Diego Portales, asumió el cargo de gobernador de Chile en 1664, una de sus primeras actividades fue la reunión de muchos caballos y perros, animales por los que sentía una atracción especial como jinete, toreador y hombre ligado a la vida popular en esos años, causando gran alboroto y escándalo por estas razones y por su afición a las fiestas.

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