LOS PERROS DE LA CONQUISTA HISPÁNICA

 

En "El Descubrimiento de Chile", obra de fray Pedro Subercaseaux de 1913, en el Congreso Nacional de Santiago. Incluye a los perros que deben haber acompañado a la expedición española de la Conquista. 

La participación militar de los perros en Europa se remonta a antiguas campañas como la de Julio César durante las Guerras de las Galias, del año 58 al 51 a.C., cuando el ejército romano se valió de jaurías de canes molosos para apoyar la invasión. Debido al largo hilo que conecta aquella tradición y uso de canes en episodios bélicos por los siglos, los perros llegarían a convertirse también en grandes actores de la Conquista de América, no sólo en Chile.

En la Guerra del los Cien Años, particularmente con la Batalla de Azincourt de 1415, cuando los ingleses derrotaron a los franceses gracias a la destreza de sus arqueros y estrategas, lo hicieron apoyados también por feroces perros. De este modo, los españoles también cotizaron sus posibilidades y así trajeron los primeros mastines y galgos a América en el segundo viaje de Cristóbal Colón, en 1493. Su primer uso como armas parece haber tenido lugar en Santo Domingo, dos años más tarde, en los enfrentamientos con indígenas.

Fueron legendarios entre los españoles algunos fieros ejemplares de perros militares o "monstruosos", como un mestizo de dogo y mastín llamado Becerrillo, en lo que ahora es Puerto Rico, mascota del capitán Sancho de Arango y terror de los indígenas caribes. También fue cosa conocida la presencia de temidos canes como los alanos españoles en la dominación de México, especialmente en apoyo a los hombres de armas contra los pueblos locales o bien para la vigilancia de sus campamentos y fuertes. Un trabajo recomendable dedicado a los relatos y representaciones de estos canes de guerra es "Imágenes caninas hispanoamericanas del período de conquista y colonización: textos y contextos" de Lucía Orsanic, de la Universidad Católica Argentina ("Meridional", Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos" N° 9, mayo-octubre de 2017).

Sin embargo, la larga Guerra de Arauco quizá haya demandado en Chile los servicios caninos más tiempo que en todos los otros lugares del continente, al menos en cuanto a resguardar fuertes, vigilar los campamentos de las colonias y ayudar a hacerle frente a los ataques de indígenas. Esto está perfectamente documentado en las principales crónicas sobre nuestro territorio. De este modo, los perros resultaron casi tan importantes como lo fue el equino en la floreciente Capitanía de Chile, diríamos sin miedo a excedernos en esta apreciación.

Dice don Pedro Mariño de Lobera en su “Crónica del Reino de Chile” que, antes de concluir la Conquista, los propios habitantes de los sufridos asentamientos españoles se vieron, a partir de algún momento, en tal grado de carestías que debieron vestir con cueros de perros sin curtir, casi como salvajes. Los menesteres más desesperados de los primeros conquistadores, además, obligaron a mirar a los perros también como recurso alimenticio de emergencia. En palabras textuales del capellán González de Marmolejo, sobre este episodio:

Se agotaron todos los recursos, pues se comieron casi todos los caballos y los perros, y viéndose ya en salvo, los hombres besaban la tierra. Venían desnudos, llagados los pies y espaldas, tan flacos y desfigurados que no se conocían y tan estragados sus estómagos que les hacía mal cualquier comida.

Los perros también fueron eficaces herramientas de castigo, por cierto. Si bien se ha acusado a los indígenas de realizar bárbaras prácticas de desmembramiento de prisioneros y arrojar trozos de cadáveres a los perros, antes que la tentación por acusar salvajismo en esta clase de acciones domine la lectura, cabe advertir que los cristianos españoles habrían traído prácticas parecidas según ciertas creencias, con acciones nada decorosas en la ética actual y, de hecho, bastante brutales, como el denominado emperramiento que consistía en arrojar a un condenado (generalmente indio, se puede deducir) a la jauría de perros bravos para que fuese despedazado y devorado vivo. Llamada también aperramiento en algunas crónicas, en realidad esta práctica provenía de algunos suplicios medievales que se aplicaron en la prolongada guerra contra los turcos, aunque su práctica en el Nuevo Mundo tuvo casos como en la conquista de México, algo que ha servido para expandir la creencia un tanto imprecisa de que fue cosa corriente en todo el continente.

Se sabe que muchos perros alanos y otros de razas corpulentas y agresivas, acompañantes de los españoles por estas razones, eran parte de los propios batallones. Desde los tiempos de las conquistas de Alejandro Magno -cuanto menos- se usaban los perros en combate, naciendo así la tradición importada al Nuevo Mundo. La mayoría de los traídos por los españoles para estas tareas eran mastines, según se ha escrito, siguiendo quizá preferencias que venían de las guerras del mundo romano y su temida raza guerrera del mastín napolitano. El mencionado alano mestizo de mastín y dogo llamado Becerrillo, fue especialmente temido por su fiereza e inteligencia entre los indígenas durante las campañas castellanas del territorio caribeño de principios del siglo XVI, pero hubo muchos más en el mismo rol.

En Chile, don Pedro de Villagra aumentaba sus filas de sólo cien hombres en campaña con canes grandes y bravos, que servían para enfrentar a las huestes nativos sirviendo como “poderosos auxiliares en los combates”, según acota Diego Barros Arana. En una arremetida rebelde y cuando varios indígenas intentaron refugiarse en las islitas del Lago Budi, al sur de Imperial, “sus soldados y sus perros hicieron una espantosa carnicería de más de mil indios, muchos de los cuales perecieron ahogados en el lago queriendo huir de sus perseguidores”.

Existe un consenso más o menos general de las fuentes disponibles, además, respecto de que fue la introducción de los perros en ese mismo período dentro del territorio chileno, lo que marca el origen de los problemas con los canes asilvestrados, los de vida semi-urbana y los imprecisamente llamados vagos que pululan por ciudades y aldeas. Es que, ya entonces, fallaba el concepto que hoy identificamos como la tenencia responsable de canes.

Fray Pedro Subercaseaux tampoco olvidó los perros al representar con sus pinceles la expedición de don Diego de Almagro hacia Chile.

Un perro acompaña a los conquistadores españoles durante la primera misa celebrada en Chile, en detalle de otro cuadro de Subercaseaux en exhibición en el Museo Histórico Nacional. Aunque existían canes nativos en Chile, los perros sin dueños se volvieron un tema complicado casi tan pronto arribaron los españoles al territorio.

Escena de un perro galgo intentando dar caza a un ñandú, en uno de los grabados publicados por Alonso de Ovalle en su obra “Histórica relación del Reyno de Chile”, publicado en Roma en 1646.

Diego de Rosales también informa en sus crónicas coloniales sobre el recuerdo de uno de los primeros perros “históricos” que hubo en Chile, correspondiente a un famoso can del fuerte de Lebu, probablemente otro mastín, que los españoles habían puesto en funciones de vigilancia con ración del Rey para tales servicios. Este perro reconocía tan bien en la distancia a los indígenas que llegaban merodeando por la zona, que los anticipaba velozmente antes de que se hicieran visibles siquiera, ladrando y colocando en aviso a todos los hispanos residentes en el fuerte de la dirección desde la cual se aproximaban.

Aunque los europeos ocasionalmente miraron también casi como ganado cárnico “alternativo” a las jaurías de perros, como vimos, Córdova y Figueroa escribió que, en momentos de extrema emergencia alimentaria, los canes de los hispanos estuvieron alguna vez en el apetito prioritario de los nativos, llegando a ser usados como material de intercambio con ellos en alguna situación de negociaciones, así que la lealtad de los conquistadores para con sus perros puede resultar bastante relativa si se la observa con escrúpulos. En efecto, el cronista describe un singular episodio ocurrido al General Lorenzo Bernal del Mercado en la ciudad de Los Confines de Angol, bajo el mismo gobierno de Villagra:

En la ciudad congregó Bernal a los caciques que permanecían sujetos al dominio español, y habiéndolos exhortado a la común defensa. Mincheleb, de muy avanzada edad, persuadió a los suyos y respondió por todos ofreciendo cuatrocientos buenos soldados y pidió por compensación media braza de chaquiras a cada uno, chicha y a cada veinte un perro para comer. Dícelo así Pedro Cortés, que presente se halló: y este nuevo reglamento de paga se extrañará en el tiempo presente en Chile, pues tienen tanta abundancia de ganado mayor y menor, que es imponderable su crecido número, y no creerán los indios que hoy subsisten, que sus progenitores apetecían los perros como manjar delicioso, y que abundando tanto esta especie, sólo crían para su diversión y placer; mas el tiempo se burla del mismo tiempo, haciendo que en unos sea apetecible lo que en otros fue despreciable.

En otro aspecto relativo estos perros de la Conquista, y a pesar de que sus funciones en los fuertes eran vitales por anticipar al enemigo dando preciosas ventajas a los españoles (para adelantarse al ataque o disolver cada intentona antes de que comenzara siquiera), los canes eran una demanda exigente de espacio, comida, higiene y paciencia, especialmente aquellos de gran envergadura y cuyo tamaño garantizaba parte de su eficacia como auxiliares militares de las guarniciones. Por esta razón hubo veces en que, motivados por carestías y apremios varios, parte de los perros de estas dotaciones fueron sacrificados sólo por necesidad de controlar su excesivo número o bien por esos inconvenientes e incomodidades que provocaba su cantidad dentro de una unidad, constituyendo así los primeros rastros que podemos hallar como antecedentes de una “cuestión social” de los perros en Chile.

Sirva de ejemplo sobre lo recién descrito el que, cuando la ciudad de Concepción fue sitiada por las indiadas guerreras a poco de su fundación, los castellanos refugiados que permanecieron allí por cerca de dos meses resistiendo en encierro, debieron eliminar a varios de sus perros que tanta utilidad les habían prestado antes pero que, en estas circunstancias de encierro y hacinamiento, muchas veces perturbaban la ya angustiosa vida con sus ladridos y otros desagrados, además de las exigencias de atención, trabajo extra y consumo de recursos que significaban a la aguerrida comunidad.

Muchos perros introducidos por la Conquista fueron quedando en adopción dentro de los indígenas, en tanto. Las tribus de las pampas y las estepas patagónicas, por ejemplo, incorporaron rápidamente a razas como los galgos para las actividades de caza. Acompañando la descripción de un célebre grabado, el sacerdote y cronista Alonso de Ovalle se refiere en su “Histórica relación del Reyno de Chile” de 1646 sobre la forma en que los naturales utilizaban a estos perros para la difícil cacería de los ñandúes o avestruces americanas:

No es tan fácil de cazar la avestruz porque, aunque no vuela, tiene unas zancas tan largas que, por ligero que sea, el galgo que la sigue, si le coge una buena delantera, es imposible que la alcance, pero si por haberla cogido atravesada la viene a dar alcance, es maravillosa la treta de que usa para escaparse de sus dientes, y es que llegando el perro a ajustarse con ella cuando vaya a ser la presa, le alarga la avestruz un ala e hincándola en el suelo, cubre con ella lo demás del cuerpo, el perro entonces ciego de la codicia y ansias de cogerla, teniéndola ya por suya, le echa el diente, pero hállase burlado al mejor tiempo, porque en vez de ejecutar en el cuerpo, como pensaba, se halla con la boca llena de plumas por haber hecho el golpe en el ala, y con ello la avestruz, que hace lance al toro, le hurta la vuelta de manera que cuando el perro viene a revolver sobre sí, le ha cogido una buena delantera, y tal que para darle segundo alcance, ha menester darle buena prisa, y allí se escapa muchas veces del peligro.

Pasada la Conquista, en pleno Coloniaje y con el creciente contacto e intercambio con hombres blancos, las comunidades patagónicas y fueguinas también continuaron adoptando perros europeos en desmedro de sus antiguos canes nativos, para tenerlos de mascotas o usarlos en la descrita caza de ñandúes, choiques y guanacos, como sucedía con los galgos de las tribus tehuelches, quienes también fueron incorporando al caballo en tales desafíos de la subsistencia. En su momento, estas cacerías de la pampa fueron una de las escenas más pintorescas y admirables de la Patagonia, retratadas por varios artistas.

En otro aspecto relativo a las familias tehuelches y sus relaciones con los perros, se sabe que tenían en sus comunidades pequeños canes falderos viviendo dentro de sus toldos, equivalentes quizá a los quiltros de Arauco y que apodaban cariñosamente pelados, motete que después degeneró a pilas.

Y aunque suene de Perogrullo, vale hacer notar que todos los perros coloniales y las razas a que podrían corresponder, son muy anteriores a la fiebre de cruzas y de producción de nuevas variedades caninas sucedida en Europa el siglo XIX, que en términos cronológicos y biológicos es algo sumamente reciente.

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