OTRO HÉROE Y MÁRTIR DE GUERRA: COQUIMBO

Una interpretación libre sobre Coquimbo, ya que no existen imágenes de él.

Curiosamente, también está documentada la historia de otro perro de la guerra, aunque en narración más ajustada a la receta del cuento: la de Coquimbo, con su propia tragedia, además. Se encuentra registrada en el relato corto “El perro del regimiento” de Daniel Riquelme, quien había sido corresponsal de guerra para el periódico "El Heraldo de Santiago".

Se trata de otro Coquimbo en el batallón homónimo, distinto del que protagonizara la gresca que acabó por costarle la vida a Lautaro, de acuerdo a las indicaciones de hechos y fechas que da el periodista. El texto apareció primero en su volumen “Chascarrillos militares” de 1885 y, más adelante, en su trabajo intitulado “Bajo la tienda”.

Así parte el vívido relato de Riquelme sobre este caso que casi se pierde en los gases volátiles de la historia, de no ser por su intervención para recuperarlo:

Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo. Perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de una marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría al suyo entre sus hijos. Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y estos, dándole el propio nombre de su regimiento, lo llamaron Coquimbo, para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.

La presencia de Coquimbo en los campamentos fue cosa controvertida y resistida al principio, sin embargo, pues las travesuras y molestias que provocaba el inquieto perro llevaron a protestas de la tropa en su contra y hasta un intento de lincharlo entre varios de los más hartados con su permanencia. A pesar de todo, el can era suficientemente astuto, como suelen ser todos los perros de la guerra con su sentido de supervivencia puesto en examen diario y sometido a las presiones extremas de los escenarios bélicos. Por eso, cada vez que iba a desatarse un problema contra él, en ocasiones contando incluso un consejo general de ofendidos, Coquimbo desaparecía misteriosamente del campo, para retornar después y cuando los ánimos ya habían vuelto a la calma, gracias a la probable complicidad de los soldados que más lo querían y en los que siempre encontraba “el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de su abuela”, al decir de Riquelme.

En la construcción de su propia leyenda militar, Coquimbo fue otro de los perros que se lucieron en la Batalla del Campo de la Alianza, el 26 de mayo de 1880, ganándose el respeto y el aprecio general de los hombres de su regimiento, a la sazón bajo órdenes de su segundo comandante, el recién ascendido sargento mayor Marcial Pinto Agüero, quien reemplazaba al General Alejandro Gorostiaga luego de las heridas que éste recibiera poco antes.

Coquimbo, por su parte, que en la vida tanto suelen tocarse los extremos, había atrapado del ancho mameluco de bayeta (y así lo retuvo hasta que llegaron los nuestros), a uno de los enemigos que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso de degüello.

Y esta hazaña que Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo, concluyó de confirmarlo el niño mimado del regimiento.

Se recordará entre los conocedores de estos episodios históricos, además, que Pinto había sido recibido con frialdad y desconfianza por los hombres del regimiento Coquimbo, ya que para muchos de ellos era un desconocido cuando el ministro Rafael Sotomayor lo designó en el cargo. Esta decisión se comprobaría muy acertada y feliz en esa misma Batalla de Tacna, que culminó con una ovación general de los hombres a sus competencias y valentías allí desplegadas, tal como Coquimbo tendría merecidamente las suyas.

Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo y querido de la personalidad de todos; de algo material del regimiento, así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber, que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.

Él, por su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud con un amor sin preferencia, eternamente alegre y sumiso como cariño de perro. Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme y, según los rotos, hasta sabía distinguir los grados. Por un instinto de egoísmo digno de los humanos, no toleraba dentro del cuartel la presencia de ningún otro perro que pudiera, con el tiempo, arrebatarle el aprecio que se había conquistado con una acción que acaso él mismo calificaba de distinguida.

La fontana de la Plaza de Armas de Tacna, poco después de los días de la Guerra del Pacífico.

 

Los cinco perros más famosos en las tradiciones y legendarios de la Guerra del Pacífico: Lautaro, la astuta y heroica mascota del regimiento homónimo; Cuico, el perrito que habría acompañado hasta la muerte a los soldados del Combate de (La) Concepción; Coquimbo, la trágica mascota del regimiento con el mismo nombre; Cayuza, que habría combatido junto a los chilenos en Miraflores; y Paraff, sobreviviente de las batallas de Pisagua y Tarapacá.

Pasaron los meses y ya se marchaba por los senderos tortuosos de la sacrificada y desgastante Campaña de Lima, que iba a culminar con la ocupación de la ciudad y el izamiento de la bandera chilena sobre el Palacio de Gobierno. A la sazón, el batallón Coquimbo acabaría por ser convertido en regimiento por decreto del 31 de agosto de 1880, e iba a acumular aún más importancia y enorme participación en estas batallas. Allí iban los hombres de la orgullosa unidad, acompañados por su noble mascota, como recuerda el corresponsal:

Coquimbo, naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy de mañana, le hicieron su tocado de batalla. Pero el perro, cosa extraña para todos, no dio, al ver los aprestos que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba cada vez que el regimiento salía a campaña. No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría de las cuadras: de estas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz, como un tambor de la banda.

Antes, por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde temprano a orillas del camino, frente a la puerta del canal en que se levantaban las rucas del regimiento, como para demostrar que no se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco sería olvidado.

Caídas la noche y la niebla sobre el valle de Lurín, marchaban por el borde costero los hombres del Coquimbo, en el más absoluto silencio que les era posible mantener. Unas horas después, en este paso cuidadoso y precavido, comenzaron a oír de súbito el ladrido lejano y agudo de un perro por la llanura. Todos dedujeron que era Coquimbo, que llegaba alterado por alguna misteriosa razón y sintieron que el alma se les iba del cuerpo. Esperaron con angustia y, poco después, comenzó a aparecer ante ellos la figura de un jinete en su montura y a media rienda, quien luego de identificarse como un ayudante de campo de la jefatura de la división de Lynch, procedió a hablar con el comandante José María Segundo Soto. El ayudante les informó que su superior exigía redoblar los cuidados y precauciones al andar, por haberse tenido noticia de movimientos de avanzadas del Ejército del Perú, justo en la dirección en que iban los soldados del Coquimbo. Terminada de hacer la inquietante advertencia, el jinete se retiró y los hombres comenzaron a correr de boca a oído la orden.

Reiniciaron la marcha sigilosa hacia las sombras de la noche inmensa, mientras procuraban reducir los ruidos de su presencia hasta lo imposible, acompañados solo por el ritmo cautivante e hipnótico de las olas que reventaban a un lado. Luego de un rato de andar, comenzó a divisarse en la oscuridad la inconfundible y monumental silueta del Morro Solar y del Salto del Fraile, aún distantes.

Todo marchaba bien hasta que Coquimbo, otra vez de manera inesperada, comenzó a ladrar en forma compulsiva y descontrolada contra algún fantasma que percibía en la oscuridad, lo que causó pavor en la silenciosa multitud de soldados que se esforzaron por hacerlo callar, sin lograrlo. Quizá fueron segundos en que llegaron a odiar al perro que parecía delatarlos, y así aconteció la tragedia inevitable, como un conjuro negro, inexorable y autocumplido.

En palabras de Riquelme, la muerte se desató con igual rapidez y atrocidad, provocada por las siempre trágicas circunstancias de la guerra:

Coquimbo, con su finísimo oído, sentía el paso o veía en las tinieblas las avanzadas enemigas que había denunciado el coronel Lynch, y seguía ladrando, pero lo hizo allí por última vez para amigos y contrarios.

Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto. Separó dos soldados y entre los tres, a tientas, volviendo la cara, ejecutaron a Coquimbo bajo las aguas que cubrieron su agonía.

En las filas se oyó algo como uno de esos extraños sollozos que el viento arranca a las arboladuras de los bosques... y siguieron andando con una prisa rabiosa que parecía buscar el desahogo de una venganza implacable.

Terminaba así la vida del singular can, del símbolo y compañero fiel de los soldados del regimiento Coquimbo. Vida que arrojó como arena al viento otra sorprendente historia sobre los varios perros de la Guerra del Pacífico; una que también se habría desvanecido en el olvido de no ser recogida por Riquelme, quien concluye su crónica con la siguiente reflexión final, a modo de corolario:

Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla escena que yo cuento como puedo arrancó a los bravos del Coquimbo, a esos rotos de corazón tan ancho y duro como la mole de piedra y bronce que iban a asaltar, pero en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces ternuras mujeriles de este rasgo característico: su piadoso amor a los animales.

Comentarios