PARAFF, EL PERRO DEL REGIMIENTO

Una interpretación de fantasía de mi parte, sobre Paraff.

Otro personaje canino de la Guerra del 79 y que también fue recordado alguna vez con el título de “El perro del regimiento”, es el que podemos conocer gracias a las “Crónicas de guerra” del mayor de Ejército J. Arturo Olid Araya. Este veterano porteño, que había sido protagonista en las conflagraciones de 1879 y 1891, estuvo en las batallas de Iquique y Punta Gruesa a bordo de la Covadonga y fue miembro del regimiento de Artillería de Marina, con el que participó en los escenarios bélicos hasta el final de la segunda campaña, para luego retornar a Chile con el general Manuel Baquedano.

Tiempo después de su epopeya personal en los desiertos y sierras, en sus memorias sobre aquellos sucesos y los de la posterior guerra civil, Olid nos revela la historia de Paraff, un perro chico al que describe como mal agestado y de ojos saltones, con pelaje de color amarillo, un típico quiltro “de raza común, ordinario, perro incapaz de llamar la atención de nadie en una palabra”. Desconocemos si su nombre sea alguna asociación al metalúrgico francés Alfred Paraf, quien poco antes de la guerra había tenido renombre por sus trabajos y enseñanzas en el refinamiento eficiente de oro entre los mineros nacionales y los empresarios del rubro.

Cuando entró al cuerpo militar como aspirante, Olid Araya conoció al animal que, alegre frente al tambor de la compañía, se alimentaba de parte de las raciones individuales de charqui y de caldo aguado “sobre el cual nadaba gravemente un soberano y rollizo ají”, que los aprendices de corneta compartían con el querido can.

Recuerdo que quise acariciar el lomo del animalito, pero este reconoció que trataba con un oficial recluta y volviéndome la cola se alejó pausadamente sin tomar en cuenta mi buena intención. Entre el corneta San Martín y "Paraff" existía una de esas eternas y fieles simpatías que acaban generalmente en los umbrales de la eternidad. El rudo corneta hacía vida común con el perro, y este, pagado de esas atenciones devolvía cariño con cariño, constancia por constancia (cosa rara en el ser humano).

Pero, a fuer de historiador peruano, he de trasladar a los lectores algunos años antes, cuando el clarín guerrero no hacía alzarse aún, como el pie de Mario, las legiones de soldados que arrollaron a la alianza peruano-boliviana.

Procede Olid, de esta manera, a repasar los inicios de la historia conocida de Paraff: había recorrido con el corneta San Martín la costa chilena desde Punta Arenas hasta Valparaíso, “haciendo con su dueño y amigo la pesada guarnición de la colonia de Magallanes”, justo en el período del vil motín de los artilleros de noviembre de 1877, del que salvó casi por divino favor el entonces gobernador Diego Dublé Almeyda.

El estallido de la Guerra del 79, tras el quiebre de los acuerdos entre Chile y Bolivia y los hechos de Antofagasta, sorprendió a Paraff ya en años de madurez de su vida perruna. “Respondió con alegre ladrido y hubo de ser embarcada su diminuta persona en el blindado Blanco Encalada y encontrándose en las ocupaciones de Antofagasta, Cobija y Mejillones”. Casi de inmediato, comenzó a ganarse la popularidad en las tropas y el cariño dispensado por las mismas, como explica el veterano:

Cuentan que nuestro héroe, tan luego como saltó al muelle del territorio reivindicando, buscóle pendencia y camorra en un can boliviano, haciéndole morder el polvo y poner pies (digo patas) en polvorosa en menos que canta un gallo. Con estos hechos, la reputación de "Paraff" quedo mejor sentada entre los soldados y cornetas que la de muchos jefes del ejército y los oficiales principiaron a mirar con agrado al perro, dándosele de alta en el cuadro de la estimación general. Todo lo cual no era poco para un perro acostumbrado a los puntapiés de la oficialidad y a los peñascazos de la pequeña banda de tambores del Cuerpo.

Como varios otros perros involucrados en la guerra, Paraff era capaz de reconocer al enemigo y entender los códigos de los hombres de su batallón de “navales”, pues más allá de transponer el instinto gregario a esta clase de instancias, los perros parecen establecer a veces categorías nuevas y no innatas a su programación natural para regular las relaciones con el mundo humano, cuando sienten a estos últimos como sus cómplices y camaradas.

Así las cosas, el perrito se lució también en Pisagua el 2 de noviembre y acompañó lealmente a la tropa que quedó encargada de rodear al enemigo en Junín, en una marcha tortuosa y fatigante a pie por aquellos territorios, sin agua y sin guías precisos. Su comprensión era tal que denunciaba con sus ladridos a cualquier rezagado de la División Urriola, cuando esta se extravió en aquella difícil noche de camanchacas y penurias meteorológicas, hasta que por fin pudieron descansar en los campamentos abandonados por los bolivianos al alba del día siguiente. En ese momento, el perro se echó a los pies del corneta, como siempre, para ganarse la hora del merecido y ansiado respiro.

Las pruebas duras continuaron hacia el interior, en la marcha hacia la quebrada de Tarapacá, uno de los grandes errores tácticos que pagaría con creces el Ejército de Chile, con la inmolación del “León de Tarapacá” Eleuterio Ramírez y tantos de sus valientes hombres el 27 de noviembre de 1879, en la última acción de la ya difícil campaña.

Las balas zumbaban en nuestros oídos y caían a nuestro alrededor como granizo: los muertos y heridos estaban sembrados en el campo de batalla y el fragor de la lucha daba aquella quebrada maldita un aspecto terrible. Nuestras pequeñas piezas de artillería habían tenido tiempo de funcionar algunos instantes, viéndose los oficiales obligados a clavar los cañones y destruir las piezas a fin de que el enemigo no se sirviese de ellas en contra nuestra.

A las tres de la tarde cada cual se batía cómo y dónde le acomodaba. Un grupo de treinta soldados y cinco oficiales hacíamos frente y manteníamos a raya a varios centenares de enemigos: el corneta de San Martín tocaba a degüello, de pie sobre una gran piedra, presentando un precioso blanco al enemigo que a porfía disparaba sobre él y al pie del bravo corneta el pequeño perro ladraba furiosamente y solo, lleno de polvo y tierra, cargaba sin cesar sobre los peruanos llegando a tocar con su hocico las bayonetas del enemigo. Aquel perro era algo que conmovía el alma.

A pesar del heroísmo del can y de su amo, el premio a la audacia fue desalmado: su amado dueño, el joven corneta, pagó con la vida su lealtad a las funciones y a su uniforme, en el clímax de la violencia del combate. Así lo testimonió Olid:

Una bala penetró por fin la boquilla misma de la corneta del bravo San Martín y allí le tendió sin vida sobre la arena caliente. El fiel "Paraff" se precipitó sobre el cadáver dando lastimeros aullidos y dominando con sus lamentos el ruido mismo de los tiros.

Allí quedó el perrito llorando, mientras los soldados chilenos sobrevivientes de esta carnicería se retiraban del que fue uno de los peores desastres de la guerra, seguido de bárbaras e inhumanas escenas contra los heridos y agónicos que quedaron allá, en donde no se perdonó ni la vida de las mujeres que servían de cantineras, como es sabido. Pero por singular paradoja, la sangrienta batalla no sirvió para que los vencedores aliados se quedaran en aquel escenario, pues se retiraron del poblado tarapaqueño que había sido sede de la provincia y lo dejaron abierto a la ocupación. Esto sucedió no bien se disiparon los humos de la pólvora, cambiados por el olor de la muerte en el pueblo de Tarapacá, en la fatídica quebrada.

Los cinco perros más famosos en las tradiciones y legendarios de la Guerra del Pacífico: Lautaro, la astuta y heroica mascota del regimiento homónimo; Cuico, el perrito que habría acompañado hasta la muerte a los soldados del Combate de (La) Concepción; Coquimbo, la trágica mascota del regimiento con el mismo nombre; Cayuza, que habría combatido junto a los chilenos en Miraflores; y Paraff, sobreviviente de las batallas de Pisagua y Tarapacá.

Oasis de la Quebrada de Tarapacá en nuestros días, escenario de la terrible batalla de 1879.

Inmueble histórico y monolito tipo obelisco del conjunto conmemorativo de los héroes de Tarapacá, en el acceso al pueblo de San Lorenzo de Tarapacá.

Seis días después de la violenta lidia, los chilenos volvieron al lugar de los hechos para recuperar los cuerpos de los caídos y darles sepultura. El joven Olid también estaba entre los enviados de vuelta, y es así que recuerda haber escuchado con los demás hombres presentes el lamento penoso y desgarrador de Paraff, apenas alcanzaron otra vez este lugar de la quebrada. El perrito no había abandonado el cadáver de su amo en todos los días transcurridos, permaneciendo a su lado casi como un noble edecán entregado también al mismo destino de muerte, de no haber regresado los compañeros de armas del fallecido a buscarlo:

Allí estaba, era el mismo perro flaco, lleno de tierra y con pelo engrifado: cuando nos acercamos y los enterradores tomaron el cadáver del corneta para echarlo en la fosa, el perro gemía y aullaba, como gime y llora un hijo por un padre, un hermano por otro. Nos hubo de costar un triunfo arrancar de allí al fiel animal y llevarlo con nosotros.

Tras ser cargado de regreso al regimiento, en el que siguió viviendo como otra sublime demostración de lealtad, el pundonoroso Paraff no volvería a tener amo. No porque faltaran ofertas o voluntades de querer adoptarlo y tomarlo como mascota personal, sino porque el propio perro ya no reconoció a otro hombre por dueño, luego de que fuera abandonado en este mundo de los vivos y en tan trágicas circunstancias por el único que tuvo y que cotizó como tal: el valiente corneta San Martín.

Y desde entonces, cuando sonaba otra vez la banda de tambores y cornetas, esta vez sin su protector tras el instrumento, Paraff se sentaba en silencio sufriente y meditabundo sobre las patas traseras, de seguro con el recuerdo del amo perdido estimulado por la situación.

Dos años justos y cabales lo vimos llorar todos los días delante de la banda de músicos, y cuando a las 9 de la noche, el corneta de guardia tocaba silencio en el cuartel, "Paraff" hacia coro fúnebre a ese toque.

Tras la ocupación de la ciudad de Lima y todavía acompañados por el infeliz perro, la oficialidad del cuerpo había decidido premiar a Paraff con un collar de honor, en el cual se leían los nombres con la bitácora de toda su aventura como perro de cuarteles: Punta Arenas, Valparaíso, Guarnición del Toco, Pisagua, San Francisco, Tarapacá, Tacna, Marcha de Pisco a Lurín, Chorrillos y Miraflores. Reunidos en un consejo serio, los soldados también acordaron amarrar en la pata derecha del pequeño animal la jineta de sargento, premiando con el gesto la constancia y la abnegación del can que Olid describiera como “representante más patriota de la canina raza chilena” en la Guerra del Pacífico.

Incapaz de olvidar la conmovedora experiencia de Paraff, el multifacético autor, quien colaboró en varios diarios y fundó otros tras su abultada experiencia militar, publicó por primera vez esta triste historia en el diario La Libertad Electoral de Santiago, del 9 de marzo de 1888. Tiempo después y con algunas mejoras de redacción, la incluyó en sus memorias de las “Crónicas de Guerra”, que dieron perpetuidad a la vida y obra de este perro.

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