EL LAZARILLO ENEMIGO DE LA PERRERA

El suplementero Cornejo y su perro Cholo, en fotografía publicada entonces en la revista "Ercilla".

En 1956, tuvo lugar un caso que combinó dos situaciones asociadas a los perros y su relación histórica con nuestra sociedad: el odio generalizado del pueblo chileno al servicio de la Perrera, que los capturaba en las calles dando un plazo perentorio de rescate antes del sacrificio del animal, y la asistencia necesaria de algunos canes a personas con discapacidades, algo que ni siquiera en nuestra época ha sido bien comprendido, denunciándose de vez en cuando algunas situaciones en donde se ha prohibido el ingreso de perros guías a ciertos espacios comerciales, por ejemplo.

Cholo era el can lazarillo de Víctor Manuel Cornejo, uno de los mejores ciclistas de su generación que, desafortunadamente, había quedado ciego tras un lamentable y desgraciado accidente en la Competencia Doble de Tobalaba, en donde participaba como pedalero del Club Audax Italiano. Había sucedido que su grupo iba por calle Lira, en Santiago Centro, cuando en la esquina con calle Maule un imprudente chofer de microbús dobló entrando a la calzada que ahora era el trazado de la pista, sin acatar las advertencias. El pavimento estaba resbaloso por una llovizna anterior, por lo que Cornejo se estrelló con el enorme vehículo y azotó la cabeza contra el mismo. Quedó con 14 fracturas en el cráneo y pasó 4 meses semiinconsciente en el Hospital Clínico de la Universidad Católica.

El joven ciclista sobrevivió, pero pagó un alto precio por frustrar a la muerte: perdió la vista, obligándole a dejar su querida actividad deportiva y su trabajo como cortador de una carnicería, por lo que cayó en una profunda depresión que lo tuvo cerca del suicidio, según confesaba, hasta que desistió de aquellos pensamientos sombríos esperanzado en tener alguna oportunidad de ver otra vez, con alguna cirugía sugerida por algunos médicos.

En tanto, comenzó a valerse para los desplazamientos por su barrio de un hermoso perro negro y de buen volumen llamado Cholo, pues le resultaba imposible acostumbrarse a su falta de visión y orientarse bien como lo hacían otros ciegos. Era el tercer gran acompañante de vida de este esforzado hombre de 28 años, además, después de su mujer y su hijo de cinco años. Poco le servía el bastón al exdeportista, por lo que evitaba utilizarlo y prefería en cambio la astucia del can. Ya había sufrido otro accidente, además, al golpearse contra un muro cuando iba a comprar a un almacén a solo dos cuadras de su residencia, por lo que nunca más se atrevió a salir a la calle sin la seguridad de su fiel Cholo, dispuesto como cariñoso guía.

Cornejo se ganaba la vida ahora gracias a un kiosco de venta de diarios, ubicado en avenida Larraín dos cuadras más arriba del canal San Carlos, cerca del entonces flamante aeródromo y en lo que era en esos años casi el extremo oriente de Santiago. Corresponde al tramo de la misma vía que hoy es llamada Alcalde Fernando Castillo Velasco. Aunque solía ser acompañado allí por su esposa, iba infaltablemente a trabajar con su compañero de cuatro patas, que permanecía libre y manso mientras él atendía el puesto, hasta que llegaba la hora de regresar y Cholo se ponía otra vez a sus pies.

Pero, justo en esos meses en que Cornejo sumaba ya tres años invidente, la Perrera de Santiago endureció su plan de operaciones y las autoridades se volvieron especialmente estrictas con la situación de los canes callejeros, realizando masivas barridas por la ciudad con camiones que terminaban atestados de asustados y aullantes animales, conducidos hasta las celdas de la fortaleza ubicada en el actual Parque de Los Reyes, a la sazón llamado Parque Centenario.

A mayor abundamiento, el despreciado centro de exterminio de perros era mantenido por las motivaciones sanitarias dominantes en las políticas públicas de aquellos años, especialmente las del Servicio Nacional de Salud. Después de hacer pasar un breve tiempo de encierro allí a los canes capturados esperando la esquiva amnistía, estos eran tomados por los funcionarios y procedían a eliminarlos con empleo de cianuro, arrastrando después sus restos hasta los cerca de 30 crematorios que llenaban con olores de muerte el ambiente alrededor de esas cuadras.

Desde sus inicios, el rudo servicio despertó molestias y rencores ciudadanos, especialmente entre los sectores populares que se sentían constantemente abusados por los cazadores de quiltros y sus incursiones constantes. Los laceadores atrapaban sin piedad a los perros que hallaran en aquellas calles no haciendo grandes distinciones ni respondiendo a las súplicas de quienes intentaban salvarlos. Y si bien el servicio aseguraba ante los críticos que sus métodos eran compasivos, fue por todos conocido en aquella época que muchas de sus prácticas no se ajustaban a los procedimientos ni a las normas establecidas, sino a arbitrariedades manifiestas.

Enterado de que su perro ya había corrido peligro una vez ante la tentación de los laceadores por atraparlo, Cornejo compró para Cholo un collar y una patente municipal, que eran considerados los seguros de vida para los canes ante la actuación de la perrera. Sin embargo, como sucedió también a muchos otros capitalinos afectados por las abyectas injusticias, a pesar de haberle garantizado a su destrón estos gafetes, la Perrera laceó y secuestró a Cholo en dos ocasiones, obligando a su dueño ciego a iniciar desesperadas gestiones para rescatarlo antes de que fuese eutanasiado en el canil de la muerte.

Ni los gritos ni las advertencias afligidas detenían aquella situación cada vez que tuvo lugar, pues los indiferentes y apáticos empleados del servicio ignoraron sus reclamos. Acompañado por su esposa, entonces, Cornejo debió cerrar su puesto de periódicos y partir a realizar el largo y engorroso trámite para salvar a Cholo antes de terminadas las 24 horas después de secuestro, diligencia que incluía el pago de 600 pesos, nada poco para la época.

Fue tal el ensañamiento de la Perrera en contra de Cholo que, tras nuevos intentos de darle captura, Cornejo debió implementar un servicio de postas en el barrio, para dar aviso de cualquier aparición del perverso camión por aquel sector cerca del canal San Carlos. Como curiosidad, cabe comentar que un amigo sordomudo del vendedor ciego lo ayudaba en estas tareas de vigilancia: don Francisco Castillo, quien se convirtió en sus ojos y logró vencer las dificultades de comunicación entre ambos.

Indignado con la situación y con el peligro constante que corría su amado Cholo, el sacrificado trabajador hizo llegar una carta a la prensa de esos años, en la que reclamaba con toda su molestia contra el servicio sanitario. Denunciaba, entre otras cosas, que a pesar de haberle comprado los distintivos necesarios a su lazarillo como pólizas de vida, la Perrera insistía majaderamente en tratar de atraparlo y llevarlo al sacrificio.

Así informaba la revista "Ercilla" sobre el acoso del que era objeto el perro Cholo por parte del personal de la Perrera.

Secuencia fotográfica de "La Tercera de la Hora" del jueves 23 de agosto de 1956: "En 24 horas los perros que llegan al local de su ajusticiamiento viven diversas y profundas impresiones. Tal como muestra el mosaico de abajo, el pobre quiltro, tras los alambres de su cárcel, añora la libertad de la calle, donde retozaba a su gusto; luego, el can famélico que aprovecha la mejor de las comidas en toda su vida. Y que desde luego será también la última; finalmente, el momento en que llega a su vera la mano provista de una inyección de cianuro que le dará la muerte. El perro escapa, pero bastan sólo algunas gotas del mortífero líquido cerca de la boca para que la propia lengua sea el verdugo. En dos segundos se ha ido al paraíso de los animales".

El caso fue seguido por la revista "Ercilla" después de la denuncia pública de Cornejo, quien en las ediciones del 16 y del 22 de agosto de 1956 aparece retratado en fotografía junto a su querido Cholo. Fuera de su habitual afabilidad, el afectado reclamaba:

Pago todos los derechos, cumplo todos los reglamentos. No pido compasión ni favores que no merezca. Mis ojos son mi perro. Han amenazado con matármelo. Ahora solo puedo defenderlo pidiendo ayuda. Por eso escribí contando mi caso. Lo defenderé igual como antes defendí a mis amigos y luché por mi club o por mis compañeros de ruta, en el velódromo o subiendo cerros.

La cobertura dada por "Ercilla" fue, al fin, lo que obligó a las autoridades a romper su ladino silencio. Por esto, en la siguiente edición de la revista el destacado doctor Conrado Ristori Costaldi, jefe del Departamento de Epidemiología de Santiago, publicaba una carta en donde formularía sus descargos, haciendo notar que Cholo no aparecía en las fotografías con collar o una cadena. Argumentaba que eso desmentía las afirmaciones del suplementero y exciclista sobre el pago de permisos y el empleo del can como lazarillo, añadiendo de manera enfática:

Informado el Departamento de Epidemiología, comisionó al Dr. Waldo Valdés Poblete, médico veterinario de la Campaña Antirrábica, para que investigara el posible abuso de los laceadores, que tiene instrucciones precisas de limitarse a recoger los perros que deambulan no acompañados de sus dueños, y sin patente municipal al día. Al llegar el Dr. Valdés al puesto de diarios de Víctor Cornejo, pudo comprobar que el perro "Cholo" se encontraba a más de cien metros de allí, vagando sin ningún distintivo que permitiera establecer la existencia de un propietario, y mucho menos su condición de inválido.

Añadía que al mismo resultado habían llegado investigaciones del Servicio Nacional de Salud ante los reclamos contra el personal encargado de tales labores, y remataba con una solicitud a la revista y a la prensa en general, para apoyar la tenencia responsable y bajo parámetros legislativos vigentes.

Pero el intento de abuenamiento del Departamento de Epidemiología de Santiago con la prensa resultó peor para las relaciones públicas del servicio y motivó una nueva respuesta por el mismo medio, esta vez de la Unión de Amigos de los Animales a cargo de su director, un señor de apellido Morales. La entidad, fundada hacía poco tiempo para hacer frente a las medidas de eliminación masiva de canes, no se reservó sus molestias en contra de aquellas expresiones vertidas y dejó al descubierto -por enésima vez- el desprestigio que tenía el servicio de la perrera en la sociedad de entonces:

El médico-funcionario Conrado Ristori Costaldi, coautor del ilegal Decreto 213 que condena a muerte al 95% de los perros de Chile y somete a persecución permanente a 500.000 familias chilenas por el solo hecho de tener perros, pretende desmentir, en el N° 1.112, de su prestigiosa revista, la información de ERCILLA sobre el doble secuestro del perro lazarillo del ciego Víctor Cornejo.

Luego de tirar el primer golpe, la agrupación informaba que, como jefe de las perreras, el Dr. Ristori era responsable de la actuación de sus funcionarios y que “conmueve tanta inocencia” de su parte al asegurar que los laceadores “no sabían lo que hacían” al quitarle un perro a un no vidente, dos veces.

Morales continuaba su contraataque al hacer notar que la fotografía en donde el can aparecía sin collar no se debía a una infracción, sino a responsabilidades de la propia perrera:

Observa triunfante el señor Ristori que en la foto que ilustró la crónica ERCILLA, el perro aparece sin collar al lado de su amo. Pero no indica la razón de esta "infracción", que es muy sencilla y obvia: ¡el perro está sin collar porque en la misma perrera se lo habían robado como acostumbran hacerlo! Víctor Cornejo no tiene medios para comprar todos los días un nuevo collar a su perro. La foto de ERCILLA fue tomada poco después del robo. Hoy el perro "Cholo" ya tiene otro collar, según se ve en la segunda foto, publicada junto a la carta del señor Ristori.

Según el funcionario Ristori, el perro "Cholo" no es lazarillo, porque, cuando uno de sus subalternos fue a verlo, estaba al lado de afuera del quiosco de diarios, mientras su amo se encontraba adentro. O sea, según el notable criterio de este médico-funcionario, amo y perro tienen que permanecer siempre amarrado el uno del otro, aun cuando el amo está sentado en un quiosco de 1 metro cuadrado de superficie o cuando está acostado en su cama… En caso contrario, el perro lazarillo se convierte en "perro vago" y debe ser llevado por la perrera…

En su defensa, el señor Ristori se atreve a sostener que los perros "acompañados de sus dueños o provistos de patente al día" no son capturados por la perrera. Aquí el funcionario falta abiertamente a la verdad, aun cuando está vigente el ilegal Decreto 213, redactado por los señores Ristori y Mora, que dispone la muerte de todo perro al alcance de la perrera, aunque tenga la patente al día, esté vacunado y se halle al lado de su amo.

La dura carta en defensa de Cholo y su dueño, que en su momento fue tomada como una suerte de hito en la lucha de los animalistas contra la Perrera, remataba aseverando que el que Dr. Ristori y su personal habían implementado métodos sádicos de persecución de los perros vagabundos que, hasta ese momento, eran inéditos en Chile y “por simple capricho”. Agregaba que ya a 100.000 personas las habían privado “cruelmente de sus perros, que les son necesarios” y que en estos casos “la hidrofobia es sólo un mal pretexto”, pues para combatirla habría bastado inmunizar con campañas de vacunación a los animales en lugar de fomentar oleadas de acoso. “Esto lo sabe el señor Ristori, pero parece que no le conviene recordarlo”, concluía la carta con la mirada mordaz y zahorí de su director.

La inesperada polémica provocada por el caso de Cholo y las denuncias que acarreó contra el Servicio Nacional de Salud continuaron por algún tiempo, lo que suponemos inyectó más desprecio popular al ya repudiado servicio de las perreras, muy ofensivo a los estándares de entonces y más todavía a los actuales.

Por desgracia, sin embargo, la discusión se enfrió poco a poco hasta que este caso que tanto llamó la atención de animalistas y enemigos de los perros vagos en la ciudad, desapareció de los rodillos de las imprentas, aunque dejando algunos registros en medios como "La Tercera de la Hota" y la mencionada revista "Ercilla".

A pesar del olvido, el escándalo de Cholo dejó al descubierto los rotundos desacuerdos sobre las políticas que debían implementarse al respecto y también desnudó los abusos que podían cometerse con estos excesos de poder delegados sobre personal no siempre probo ni responsable, en especial por la modalidad de paga “por perro” a los laceadores. Este singular modo de recompensas laborales debió ser suprimido justo en esos días gracias al caso de Cholo, precisamente, incapaz de resistir la gran molestia popular contra sinrazones y atropellos.

Así fue que se redujo el oscuro campo de acción a los funcionarios menos escrupulosos del sistema de la Perrera, por consiguiente, aunque todavía faltaban unos 15 años para que el servicio fuera definitivamente cerrado y suprimido, reemplazado por otras políticas para el mismo problema.

Víctor Cornejo y Cholo se convirtieron en una suerte de leyenda entre los ciclistas de esos años y fueron muy respetados en el gremio: el primero por haber estado entre los mejores velocistas de Chile y el segundo por guiar al campeón cuyo talento se truncó de forma tan injusta y desventurada. Cada domingo en que no había competencias oficiales, un grupo de corredores que entrenaban por el llano de Tobalaba iban hasta donde Cornejo y su perro para hacerle compañía, conversar un rato y recordar con él sus grandes hazañas.

Y el que fuera alguna vez el tenebroso edificio de avenida Balmaceda junto al puente General Bulnes, aquella pesadilla para Cholo y tantos otros perros de la capital, corresponde hoy a las dependencias del centro cultural Perrera Arte, que con su nuevo rostro y rol purga las nieblas oscuras de tan afrentoso pasado.

Comentarios