LOS ÚLTIMOS MATAPERROS DE CHILE Y LOS BRÍOS ANIMALISTAS

Chistes crueles sobre cacerías de perros vagos en 1899, en "La Lira Chilena".

Ciertos hechos casi siniestros para la convivencia humana y perruna ocurrirían en Santiago hacia los inicios de la República, particularmente con la llamada calle de los Perros, así apodada por la cantidad de canes que había en ella y que calza con la actual vía Miraflores del sector cercano a Mapocho. Aquí eran los perros quienes volvían a ser las víctimas de los salvajismos humanos, con las sangrientas barridas de los denominados mataperros, justificadas en la gran cantidad de canes vagos y los peligros de mordidas.

Aunque en un principio se llamaba calle de los Perros sólo por el tramo norte de esta arteria hasta tocar la vega del río, la extravagante denominación se extendió posteriormente a toda la calle tras ser unificada gracias a un acuerdo con los sacerdotes mercedarios (cuya propiedad bloqueaba la vía, dividida en dos), si bien el uso popular prefirió en algún momento el nombre de la calle de las Recogidas por la extraña institución así llamada que funcionaba al inicio de ella y que había acogido a mujeres “de mala vida” por allí cerca de la Alameda de las Delicias, junto al cerro Santa Lucía. Dice al respecto Vicuña Mackenna en “Una peregrinación a través de las calles de la ciudad de Santiago”, que los abundantes canes de esta calle de los Perros, por fin abierta en toda su extensión hacia 1830 con el nombre de calle Nueva de la Merced, acabaron siendo objeto de las crueles matanzas ejecutadas por parte de funcionarios contratados para tales funciones. Es decir, por los clásicos mataperros, que venían operando desde la Colonia.

Resulta muy evidente, entonces, que el período de ordenamiento republicano que vino tras la Independencia de Chile y cuyo espíritu continuaría después con el conservadurismo post-portaliano, no cambió radicalmente el progresivo problema social y sanitario representado por los perros desde los tiempos coloniales, ni la clase de controvertidas soluciones a las que se echaba mano para pretender controlar tales retos.

No todo era persecución, sin embargo. En la Recoleta Franciscana de la capital, la comunidad religiosa residente nunca se apartó de la cuestión de la sombra de los canes pero con una filosofía humanitaria muy distinta a la practicada por autoridades: en la tradición del convento que atendían en su servicio a los “hermanos menores” del mundo animal, arrojándoles comida ahí tan cerca de la vega del río. Así compartían la vocación animalista del propio San Francisco algunos de sus miembros e históricos integrantes de la recolección, que parecen haber sido influencia importante en la relación de la antigua sociedad chilena con las criaturas de la fauna doméstica, dicho sea de paso.

En contraste, sin embargo, quedaban por esos mismos terrenos riberanos de la ciudad algunos mataperros en ejercicio todavía por los tiempos de la infancia de Vicuña Mackenna -según recuerda él- y aun hasta poco después, dando muerte a canes callejeros de un modo incluso más rústico y atroz que los métodos usados por las autoridades en nuestros días, pues llegaban a valerse del lazo para asfixia, del sable o del paleolítico garrote en tan ruin pero forzoso propósito.

Pese a todo y de aquellos quiebres en la tregua de convivencia, los perros estuvieron presentes en los más inesperados ámbitos de la vida nacional del siglo XIX: campo, ciudad, mineros, pescadores, pastores, militares, etc. Con ellos se conquistó el territorio austral; con ellos, también se fundaron los pueblos salitreros del desierto nortino. Acompañaron a los soldados en la Guerra contra la Confederación, la Guerra del Pacífico y en la infausta Guerra Civil, apareciendo desde entonces en la literatura con sus propios nombres y, con frecuencia también, como protagonistas de historias sorprendentes, casi antológicas. Buques de la Escuadra de la Armada de Chile solían tener al menos una mascota perruna adoptada y mantenida con cariño en cubierta, costumbre que aún se mantiene en muchos casos de unidades de la marina de guerra y que probablemente se remonte a la Independencia, pues se dice que hasta Lord Thomas Cochrane llevó a su fiel mascota a bordo en la expedición a Perú, algo no infrecuente entre los hombres que participaron de tal aventura militar.

Plaza e  Iglesia de la Recoleta Franciscana en 1855. Los sacerdotes recoletos solían alimentar a los perros vagos que rondaban aquellos barrios. Lámina publicada en "Historia y devociones populares de La Recoleta Franciscana de Santiago de Chile: 1643-1985" de Juan Ramón Rovegno.

Don Benjamín Vicuña Mackenna, quien fundó la primera Sociedad Protectora de Animales en Chile.

Siluetas mostrando la escena de un típico exterminio de perros de los siglos XVIII y XIX, según dibujo publicado en el libro “Memorias de un perro escritas por su propia pata”, de Juan Rafael Allende, en 1893.

Los laceadores o cazaperros vinieron a reemplazar a los antiguos mataperros del siglo XIX, como se ve en esta sátira de la revista "Sucesos", en 1905.

Por ese mismo tránsito de tiempo de aquella centuria, ya en la segunda mitad del siglo, nacía en la capital chilena la Sociedad Protectora de Animales, suerte de comité sin fines de lucro creado gracias a una iniciativa personal del ex intendente Vicuña Mackenna, quien siempre deploró el maltrato de las criaturas en sus escritos y artículos, como se advierte en ellos cada vez que reseñó algo relativo a las peleas de gallos y perros o la tauromaquia, otras prácticas heredadas de los tiempos coloniales en la sociedad criolla.

Al terminar su labor edilicia, pues, el intelectual había hecho un llamado a distintas organizaciones vecinales y de beneficencia social para convocarlos a su cruzada, recibiendo buena respuesta del público y dando por fundada con ellos la Sociedad en 1876, entidad inspirada en la misma clase de organizaciones que había en Europa para dar asistencia, alimentación y acogida a los animales abandonados, evitando en la medida de sus posibilidades la necesidad de recurrir a soluciones desalmadas como los envenenamientos masivos o los aún más indignos mataperros y sus purgas victimarias a lazo o garrote.

No podría asegurarse a ciencia cierta si aquellas iniciativas con proyección en la aparición de instituciones como la Protectora de Animales serían, acaso, las primeras de su tipo en la historia de Chile. Hay antecedentes coloniales tardíos de autoridades y eclesiásticos intentando repeler la práctica de la tauromaquia, por ejemplo. No obstante, fue un avance significativo y destacable el que las medidas impulsadas por Vicuña Mackenna y sus colaboradores hayan provenido directamente de una autoridad y casi un estadista, a pesar del terrible final que tendría esta noble organización ya en nuestra época, superada por escándalos y malas prácticas.

Sin embargo, nada en estos despliegues de buenas voluntades libraría a los perros de nuevas olas de exterminio por razones sanitarias, especialmente en el combate de la rabia o hidrofobia: aunque el antiguo oficio de los mataperros había desaparecido como quehacer específico de la administración pública, todavía a fines de aquella centuria seguían practicándose cruentas matanzas de canes callejeros a garrote o incluso a filo de sable, encargados circunstancialmente a funcionarios municipales, guardias y, cuando no, a gañanes de vida oscura, por muy bajas pagas. Era la nueva generación de enemigos de los canes callejeros en reemplazo de los extintos mataperros del siglo XIX, conocidos ahora como los laceadores o perreros.

Así fue que la sección de humor de la revista “La Lira Chilena”, en su N° 12 de 1899, mostraba caricaturas con algunos chistes crueles sobre las cacerías de perros que realizaban todavía los funcionarios uniformados. En las viñetas se ve a un grupo de canes escapando de uno de ellos, mientras se lamentan que les cambiaron los “exquisitos bocados” que antes les daban por estas nuevas persecuciones. En la otra, una mujer llora desconsolada por su pequeño perro lanudo en manos del captor, mientras le suplica: “¡Hijo de mi alma! ¡No, no me lo lleve Ud., que es mi único amor en el mundo!”.

Puede decirse que le hecho de que los clásicos funcionarios mataperros como tales desaparecieran, fue una alegre verdad en nuestra bitácora de civilización. Pero la nueva camada de exterminadores llegaba también con el servicio de las nuevas perreras del siglo XX, esta vez institucionalizada. Los laceadores o cazaperros fueron, quizá, el oficio más odiado y despreciado por la sociedad chilena, más aún que sus antecesores. No queda claro si el cambio fue realmente mejor para el mundo perruno, en tales circunstancias.

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