EL CHILENO ES LO QUE LADRA: IMAGINARIO POPULAR Y ETIMOLOGÍA

 

La familia de especies perrunas según el "Bestiario del Reyno de Chile" de Lukas: el Perro (colgador de ropa), el Gallo Aperrado y el Gallo-Pateperro.

Queda fácilmente demostrado que el perro ha constituido un elemento tan presente en el colectivo nacional, consciente e inconscientemente, folclorizándose y apareciendo con insistencia en el lenguaje, la toponimia y la etimología en nuestra vida diaria y doméstica; en nuestra comprensión de nosotros mismos, de nuestros códigos, de nuestros consensos.

La compañía del perro se vuelve una suerte de dependencia, y quizá por eso que muchos cambian rápidamente a la mascota muerta por una nueva y llena de vida, intentando llenar el vacío, o bien la entierran en sus jardines, como si siguiera cuidando la casa desde el más allá. En una familia funcional, son invitados como un miembro más al viaje a la playa o a la excursión recreativa, y algunos practicantes de la vida sana los llevan con ellos en sus trotes o paseos en bicicleta; ora por seguridad, ora por el propio bienestar del perro. "Los pájaros favoritos, lo mismo que los perros regalones, también viajaban junto a sus dueñas", recordaba Lautaro García en su "Novelario del "900", sobre el tren de Rancagua a Santiago.

Es imposible que aquellos niveles de complicidad humana y perruna no hayan terminado dejando sus improntas, como se verá a continuación.

Oreste Plath veía el mismo mutualismo a nivel cultural, apelado incluso en los rústicos "perritos" para colgar ropa (hubo generaciones donde nadie se salvó de hacer un Cristo de perritos de madera en ramos escolares de artes manuales) y en ciertas cuñas para apretar y prensar hojas de impresión con el mismo nombre. Muchos otros artículos corrientes, como tomadores de pelo o prensas manuales para papeles, son denominados también perritos, por la semejanza a su mordida. En las faenas de construcción se llama perras a ciertos bolillos o presillas que se usan como herramientas que fijan cables "mordiéndolos" para poder tensarlos. En este último el mismo ambiente laboral, dicho sea de paso, muchos trabajadores, jornales y maestros tienen la creencia de que no importa cuántas precauciones se tomen con relación a un radier, pavimento o losa de cemento fresco que esté a nivel de suelo y por el que ya pasaron platachos y llanas: siempre aparecerá un misterioso y anónimo perro, dejando marcadas sus patas para la posteridad sobre aquel concreto.

Por otro lado, en los campos es denominada perrito cierta ave que produce ruidos parecidos a los de un cachorro canino (un huau-huau-huau). Es el mismo nombre que reciben popularmente algunas flores escrofulariáceas, por la curiosa disposición de sus pétalos, las que permiten a los niños manipularlas como la pequeña marioneta de unas fauces, aunque en otros países prefieren llamar -más ostentosamente- como bocas de dragón.

En la abstracción de virtudes, en tanto, el hombre que actúa con decisión y determinación es aperrado, cosa considerada positiva. En contraste, resulta más ambigua la acusación a alguien de ser perro cuando se demuestra despiadado, frío o desconsiderado, especialmente si el aludido ostenta algún grado jerárquico o de superioridad respecto del acusador, como sucede con profesores, jefes, policías o militares. El sumido en un lapso de mal humor "anda pateando la perra", concepto que quizá se relacione con el hecho de que los perros son los primeros que salen a saludar al miembro de la familia que vuelve a su casa, incluso a riesgo de que éste llegue pateando la perra por algún sinsabor o mal día. "Carne de perro", por su lado, señala al que soporta y demuestra mucha resistencia o capacidad de dar lucha, rasgo considerado positivo y digno de aplausos a pesar de aludir a una ingesta de carne del animal, que en nuestra sociedad actual es considerada una aberración inmunda, cercana o igual al canibalismo. Mientras tanto, andar "meado de perro" es cargar mala suerte, acosado por constantes infortunios en algún período. Por su lado, el antiguo dicho popular "quien da pan a perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro", se explica solo.

Antaño, además, a los perros de las solteronas les llamaban groseramente zorreros con una connotación sexual y remedando el título de los perros cazadores de zorros, pues los chismes populares alentaban historias bastante lóbregas y picantes sobre su supuesta utilidad en casa. Hoy, se denomina zorreros en el ambiente obrero a los empleados flojos y sacadores de vuelta, que zorrean ideando formas de esforzarse al mínimo en sus labores y responsabilidades.

"Perro rojo", cerámica de Talagante en el Museo Histórico Nacional. Figura rotulada sólo como "cerámica moldeada y policromada" del siglo XX, de autor anónimo.


El típico perro de los campos chilenos, en la casa de un inquilino. Imagen publicada por revista "Zig Zag" a inicios de 1910.

Un joven de Santiago junto a su perro, retratado en fotografía de la casa de Francisco L. Rayo hacia 1875. Imagen reproducida en la obra "Fotógrafos en Chile durante el siglo XIX" de Hernán Rodríguez Villegas (2001).

En España se hablaba del "perro del muerto", para referirse al can de un vecino fallecido y que los demás residentes del barrio seguían alimentando por piedad. De ahí que al convidado que haya que invitar a la cena o al bar sin que pague su parte, el pechador y el bolsero en nuestro argot, se lo asocie también con el mismo concepto del "perro del muerto". Pero, tal como sucedió con el "peor es mascar la hucha" (deformado al torpe y descabellado "peor es marcar laucha"), por corrupción del lenguaje y desplazamiento del concepto acá derivó al acto de "hacer perro muerto", para referirse a escapar de un expendio de comida o bebida sin pagar la cuenta, costumbre reprochable que aún perdura en nuestra sociedad y que no ha habido forma de extirpar, aunque sea hoy bastante menos descarada y desvergonzada que antes.

De nuestra convivencia con los perros surgió también la observación de traer, volver o andar "con la cola entre las piernas", para referirse a la postura de miedo y de sumisión que adoptan nuestras mascotas al regresar de un escape de casa o ganarse alguna reprimenda por comportamientos inapropiados y desobediencias. En contraste, también se puede estar "más feliz que perro con dos colas", aludiendo al movimiento de batido tan característico de todo can alegre o entusiasmado.

Con las expuestas razones se explica Plath, además, que en la fuerte tradición oral chilena la figura del perro emerja con expresiones tan ingeniosas como las siguientes, que reproduce en otro artículo suyo titulado "El perro en el folklore chileno" de la revista "En Viaje", de 1954:

  • "Noche de perros": noche inclemente o dura.

  • "Atar los perros con longanizas": dar grandes beneficios sin esfuerzos, trabajos ni sacrificios, a alguien que merece un control mayor o castigo. También se emplea para señalar medidas de prevención o precaución en ámbitos sociales pero con ningún efecto, condenadas al fracaso.

  • "La vuelta del perro": un recorrido o vuelta larga y sin asunto.

  • "Lo tienen como perro de solterona": el mimado o sobreprotegido.

  • "Perro de circo": es el muy bien enseñado y obediente.

  • "Sólo para perros": frase que se escribe en las paredes de ciertos rincones, en los que el transeúnte se aprovecha para orinar.

  • "Quiltras" o "aquiltradas": para referirse a las prostitutas callejeras de poco refinamiento.

  • "Más agradecido que un quiltro": contento o manifestando gratitud por haber recibido un favor.

Ya había escrito el mismo autor unos años antes, en su "Grafismo animalista en el hablar del pueblo chileno" de 1941, algo que va ampliando y confirmando las muestras de la penetración conceptual de alusiones al perro en el lenguaje que intima más profundamente con nuestro ser chileno:

El andariego es "pata de perro", el vagabundo es "mata perro", el leal es "fiel como perro". El que burla un pago hace "perro muerto". "Cara de perro" es un acuerdo entre jugadores que lo que se gana en comida se lo sirve solo, no le convida al perdedor. Cuando se vive mal, la "vida es perra", tiene "mala pata" o está "bien p'al gato".

El roto tiene gran cariño por el perro, y en sus largos viajes ha emigrado con su "quiltro". "Patipelados" -pata pelada, pie descalzo- hay que comparten su poca ración con su fiel compañero.

Se señala el apuro "a espeta perros"; se acusa al cansancio con "cansado como perro". Si es tenaz, es "perro de presa", y si se le desea despreciar, es "hijo de perra". Cuando un niño salta de contento, es como un "quiltro en carretela". El desordenado, el que deja las cosas en el suelo, le dicen que las guarda en el "ropero del perro". Si es valiente, es "macho", y si es testarudo, es "porfiado como macho".

Agregaríamos al recuento el dicho "perro con corbata, nadie lo mata", usado preferentemente en la vida de los campos como crítica al trato diferenciado que se da por las apariencias y los afanes aspiracionales; y la famosa sentencia de no haber visto a alguien "ni en pelea de perros", aludiendo tal vez a la cantidad de gente que asomaba en un vecindario cuando se producían las ruidosas batallas entre canes callejeros, de modo que podría ser expresión más citadina.

El caso particular del pat'e perro, para referirse a la supuesta inclinación viajera y andariega que se cree parte del alma nacional comparándola con el eterno vagar de las patas de un can, resulta bastante discutible, sin embargo. Parece confundirse la tendencia connatural del roto y del trabajador de temporada del viejo Chile, al desplazarse por los lugares en donde llaman las campanas de la oportunidad, con un espíritu aventurero basado sólo en lo recreativo y el placer de la experiencia, posibilidad esta última que sólo se ha visto posible y de forma más masiva en las prosperidades de nuestra época, no en el país histórico. Gilberto Harris Bucher, en su extraordinario trabajo "Emigrantes e inmigrantes de Chile, 1810-1915", lo explica con claridad:

Ha sido moneda corriente hasta el presente sentenciar que el chileno es un husmeador incasable, trotamundo, pies rápidos, viajero impenitente, en fin un pat'e perro. Es cierto que la emigración en Chile siempre ha superado a la contraparte de la inmigración extranjera; mas, un examen riguroso de las causas del fenómeno revela que la sangría de población ha sido, por lo menos durante el siglo XIX, siempre presidida por el estado de necesidad y salarios que superaban con largueza a los pagados en Chile Central.

A similar conclusión sobre el patiperrear nacional había llegado el profesor Pedro Godoy en el libro de "Ciencias Sociales" que escribe con otros dos autores, al referirse a los chilenos emigrantes que habían partido hacia Argentina hasta inicios de la década del setenta:

Ellos son nuestros exiliados económicos. Se marchan no por vocación andariega (el mito del chileno "pata'e perro"), sino porque, radicándose en el país vecinos, escapan de la miseria criolla.

Hay otras frases o aforismos internacionales que se han adoptado en Chile, con más o menos acuerdo a sus sentidos originales, por supuesto. De los más conocidos es la famosa sentencia de que "perro que ladra, no muerde", abordada por el etólogo alemán Vitus Dröscher, citado por el periodista y lingüista nacional Héctor Velis-Meza en su obra "Dichos, frases y refranes con historia", de 1996. Considerando que se refiere esta frase a quienes amenazan o realizan bravatas intentando dotarse de una temeridad que no poseen o fingirse amedrentadores en una situación sin lograrlo, dice Dröscher que el proverbio no es preciso ni definitivo, porque, tal como sucede con hombres o con perros, "los hay que ladran y muerden y otros que ladran y no muerden".

En cambio, el dicho "los mismos perros con distintos collares", muy usado en la política (a fuerza de aprendizaje y experiencia del electorado, más bien) y también abordado por Velis-Meza, requiere un poco más de líneas para ser explicado en su origen y sentido, así que recurrimos a la definición que le da el lingüista chileno:

La expresión se suele utilizar cuando torpemente se pretende disfrazar una situación y el objetivo no se consigue. Con mucha propiedad, este dicho se enarbola con causticidad cuando algunos gobiernos, con ostentación más que efectividad, relevan algunos funcionarios cuestionados o mal calificados y, al mismo tiempo y con sigilo, los cambian de cargo pero no de funciones y las cosas siguen igual como antes, pero con otra nomenclatura. La frase se atribuye al rey Fernando VII (1784-1833) de España -monarca de nefasto recuerdo para los habitantes de la península- pues gracias a sus desaciertos sumió al país en una guerra civil y perdió parte importante de las posesiones de ultramar. Crónicas de la época dejan constancia que luego de disolverse la Milicia de Madrid, en 1823, para dar paso a los Voluntarios Realistas, estos se presentaron ante el monarca en un desfile impresionante y muy bien sincronizado. El soberano, los observó atentamente para muy pronto descubrir que eran los mismos milicianos recién licenciados, pero con otros uniformes. Vivamente sobresaltado, Fernando VII habría exclamado en voz alta: ¡Por Dios, si son los mismos perros con distintos collares!

Volviendo a campos más cercanos al criollismo, se recuerda que mineros del carbón, pirquineros del cobre, los areneros, los canteros y pescadores sacian su sed en las faenas con cantimploras de agüita perra o agüita de perra, correspondiente a una humilde agua que, en el mejor de los casos, fue hervida con alguna pequeña infusión de hierbas o cáscaras de limón. Los más audaces le echaban un poco de alambre de púas a la agüita perra: es decir, aguardiente. Y curanderos, yerbateros y meicas recomiendan como expectorante y purgante, además, agua de la llamada hierba de los perros o pasto del perro, correspondiente al lanco (Bromus unioloides).

Plath acertó con lucidez a un hecho palmario: dentro del mismo folclore perruno, los nombres y motejos también cobran un valor relevante y narrativo, con significación especial, como una especie de proyección de nosotros mismos: ideal, autocrítica o burlona. Abundan así, los perros picantes chilenos con nombres que no siempre son necesariamente de nuestro terruño, como Fido, Firulais, Pepa, Cholo, Bobi y Cachupín, esparcido este último muy especialmente en los chistes veloces del humorista Álvaro Salas, aunque es muy probable que dicho nombre se haya popularizado primero por un personaje homónimo de Renato Andrade, el caricaturista Nato.

Ilustración con una historia del caricaturista y escritor español Apeles Mestres, sobre la leyenda de por qué los perros se olfatean la cola. Publicada en "La Lira Chilena" de febrero de 1900.

Niños rodeando un perro, en la revista "Sucesos", febrero de 1903.

 

Caricatura en el contexto de las persecuciones de perros callejeros en Valparaíso, en 1903. Revista "Sucesos".

Los perros más finos (o aspirantes a tales, de acuerdo al arribismo de sus dueños) también tienden a nombres con algo de respaldo implícito a la alcurnia: Atila, Leslie, Aline, Urano, Hans, Bagual, Halcón, recordamos. Fifí llegó a ser tan explotado que se convirtió en sinónimo de mujer altanera, que presume estatus (a veces sin tenerlo), como sería también el mote de pituca y fufurufa. Otros nombres, quizá la inmensa mayoría, lindan con la auténtica extravagancia nominativa, de los que hemos conocido algunos tales como Cabezota, Califa, Calígula, Canela, Chuck Norris, Chulo, Copérnico, Huesito, Lanudo, Mascalauchas, Nerón, Pintas, Pucky, Pulguitas, Pipeño, Rasqueli, Shakespeare, Trauco, etc.

Muchas veces, además, los perros son llamados por nombres extraños pero vinculados de alguna manera con la identidad del propio animal así bautizado, de la misma forma en que nos tratamos coloquialmente con apodos o sobrenombres entre nosotros mismos, reafirmando algún paralelismo en ambas prácticas: Cholo, Manchas, Pintas, Negro, Pelusa, etc. Esta tendencia nominal es común y mundial, por cierto, y uno de sus ejemplos más singulares en nuestros días es el caso de un perro de Porterville, California, llamado Picasso por su curiosa deformidad facial, muy parecida a los retratos cubistas del autor español: con su hermano Pablo fue rescatado de la inyección letal a que iban a ser sometidos en una guardería a la que llegaron tras no poder ser vendidos, siendo adoptados por una particular, volviéndose desde ese momento un caso internacional, conocido y aplaudido a través de las redes sociales hacia marzo de 2017.

Regresando a las consecuencias de la relación entre perros y chiquillos, en su obra "Mitos y supersticiones recogidos de la tradición oral chilena" de 1915, Julio Vicuña Cifuentes dice algo de un juego infantil que todavía existía en tiempos relativamente recientes: una antigua tradición de nenes traviesos según la cual se podía fastidiar a un perro evitando que defeque y poniéndolo estítico mientras trataba de evacuar, con el simple procedimiento de cruzar los dedos meñiques de la mano derecha entre dos personas y tirándolos hacia lados opuestos en el momento, cada uno hacia el suyo, mientras se pronuncia "¡Tate, tate!".

Alguna vez también fue popular entre los angelitos de la casa un refrán que recuerda Plath en "Folklore chileno", usado por lo general para terminar una jornada de encuentros, diversión o juegos: "Calabaza, calabaza / Cada perro para su casa".

Pero hubo veces en que los perros también fueron víctimas más de las crueldades que de la mera diablura rapaz. Desde tiempos remotos y como también ha sucedido en otras tierras de la América Hispánica, a estos chiquillos equivalentes a los posteriores pelusas, les llamaban antaño los mataperros, término que llegó a tener notoriedad acá y por largo tiempo más en los años de la República. Aunque eran denominados también como mataperros los vagabundos y los funcionarios exterminadores encargados de apalear sin piedad canes callejeros, el nombre se extendía a los cabros chicos criollos que se tiraban piedras en el río Mapocho de Santiago desde la primera década del siglo XIX, costumbre que llegó a ser todo un deporte local de las clases populares en aquella centuria.

Quizá estén en esta misma categoría de folclore oral las explicaciones populares sobre el porqué los perros se huelen la cola cuando se encuentran, explorando la información de identidad que cada can puede ofrecer por los olores de sus sacos anales, de acuerdo a investigaciones como las del analista químico estadounidense George Preti, en los años setenta. Algunas versiones del cuento para niños dicen, con variaciones, que en algún momento todos los perros del mundo debieron quitarse sus colas y dejarlas a un lado de un río o lago en el que se bañaban, pero que en una emergencia o enredo cada cual debió ponerse sólo la que encontró y huir de allí. Una variación de la fábula dice que los perros debían quitarse y colgar sus colas al llegar a algún sitio, tal como los hombres lo hacen con sus sombreros, pero que durante una gran fiesta a la que acudió toda la especie una inesperada tormenta los obligó a correr a sus casas tomando la primera cola que encontraron en los percheros. De este modo, cuando un perro le huele el trasero a otro, en realidad se pregunta si será aquella su cola perdida. Esto explicaría también las proporciones extrañas de algunas colas en ciertas razas de perro, con relación al resto del cuerpo.

Otra versión que intenta explicar el olfateo de colas, la encontramos ilustrada en la satírica revista "La Lira Chilena" N° 3 de febrero de 1900, basada en un trabajo del caricaturista español Apeles Mestres. Se cuenta en ella que los canes del mundo organizaron un gran Congreso para pedirle a Dios su intervención de justicia ante la ingratitud con la que eran tratados por los hombres, dándole con ello una connotación "social" a la narración. Redactaron así un petitorio y, para que llegase lo antes posible a destino, encargaron llevarlo a un veloz galgo, que debía cargar la memoria enrollada y metida entre sus piernas, protegida por la cola. Sin embargo, el mensajero canino jamás regresó, desapareciendo con el valioso pergamino por años y años de paciente espera. Por esta razón, "al encontrar un perro a otro, lo primero que hace es mirar si lleva la respuesta debajo del rabo".

El refranero universal también nos da ejemplos de participación en la extraña y contradictoria dualidad para el símbolo del perro, a veces valorado y a veces despreciado. Definitivamente, está allí el espejo de algo no emocionalmente resuelto en el ser humano para con su relación con la figura canina. Y es así como se repiten hasta hoy frases edificantes para el can, como "Mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro", atribuida a Lord Byron; y, en oposición, el ya clásico y peyorativo "Si los perros ladran, Sancho, es porque vais cabalgando", adjudicada a Miguel de Cervantes. En realidad, ni Byron ni Cervantes las dijeron, pero la creencia popular continúa rumiándolas y colocando en ellas la alusión canina como algo valioso, en una, y reprochable, en otra, perpetuando la esquizofrénica duplicidad interpretativa de su signo cultural más profundo.

Finalmente, ya en mundos de la gráfica popular más contemporánea, tenemos a las familia de especies perrunas del "Bestiario del Reyno de Chile", del caricaturista viñamarino Lukas (Renzo Pecchenino), publicado en 1972. Aparecen retratados en la obra las especies identificadas como el Perro (colgador de ropa con patas), el Gallo Aperrado y el Gallo-Pateperro. Con estas ilustraciones, Lukas advirtió también y a su modo de la existencia de una cultura "canina", latente o manifiesta en parte de nuestra propia identidad nacional y su activo imaginario.

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