UNA ADORABLE Y NOBLE BESTIA EN PLAYAS BLANCAS

Más o menos así era Firulay, el guardián de Playas Blancas.

No vivió en una relación tan directa con la brisa del mar como los perros de barcos, buques y puertos, pero sí lo contempló desde su idílico lugar de descansos y paseos en el sector de Playas Blancas, entre Las Cruces y San Sebastián, de cara a la laguna El Peral y a la avenida del mismo nombre. Lugar encantado, reserva de cisnes de cuello negro y de un pequeño tramo de paisaje cristalino en aquella carretera de la zona central.

Hacia la primera mitad de los años ochenta, el voluminoso perro ya residía y paseaba por allí, en un conjunto de veraneo de los empleados vinculados al sindicato de la compañía Chilectra. Lucía como un longevo y enorme monstruo oscuro, un perro “de todos”, a pesar de que tenía dueños oficiales: el cuidador del club y su familia, quienes lo habían bautizado Firulay; no Firulais, según parece, aunque muchos insistían por costumbre en llamarlo de esta última forma.

Tal vez con algo de labrador, algo más atrás de pastor alemán, algo de mastín quizá y una posible pizca de perdiguero, sus ascendencias perrunas eran imposibles de adivinar al ojo en ese resultado. Quiltro por todos lados, entonces, aunque con un tamaño que, sin ser demasiado como otros conocidos perros de aquellos lugares, llegaba a ser suficiente para imponerse ante cualquier temerario humano o congénere suyo. Además, era un perro porfiado: casi no respondía a los llamados, no obedecía órdenes y se adelantaba o atrasaba a su antojo cuando “acompañaba” a alguien. Había una autosuficiencia casi autista en ese animal, que tampoco ladraba mucho y solo de vez en cuando movía su pesada cola peluda con el ritmo que lo haría el péndulo del cuento de Poe.

No obstante, al conocerlo mejor podía advertirse que era muy cariñoso cuando entraba en confianza, pues disfrutaba la compañía de la gente a fin de cuentas, aunque fuera varios metros más allá.

Si bien Firulay tenía un vasto terreno para diversiones e investigación dentro de aquel recinto vacacional, este se le hizo poco a su curiosidad. Por esto, era frecuente que saliera a recorrer todos los parajes del entorno, tiempo antes de que fueran conquistados por mucha de la urbanización que se puede ver en ellos hoy.

El perro tenía la misma sutileza de un camión tolva con los frenos cortados. En sus frecuentes salidas hacia el populoso paseo del rompeolas del vecino balneario de Cartagena, entre la Playa Grande y la Playa Chica, generalmente siguiendo a algún caminante conocido, nunca pasaba inadvertido: la gente que no lo ubicaba se hacía a un lado con rapidez al verlo venir, para dejar pasar ese misterioso lobo negro y evitar así el más mínimo roce con su intimidante y abultada apariencia. Daba la impresión de que avanzaba por entre un gallinero en esas situaciones, abriéndose camino a fuerza de su aspecto y del poder de su semblante.

En cambio, algunos comerciantes de churros, cabritas de maíz y papas fritas lo ubicaban y sabían de su inofensivo carácter para con el prójimo homínido. Le obsequiaban pequeños puñados de esos apetitosos regalos, los que aumentaban más su ya abundante masa forrada de pelo. Él los miraba con ternura, tal vez algo hipócrita, para agradecer estos gestos esporádicos con sus dos grandes faros negros y siempre húmedos.

Playa Chica de Cartagena, años ochenta. Fuente imagen: Blog "Chile sus mitos y leyendas".

Entrada al conjunto de cabañas en donde vivía y vigilaba Firulay, en la actualidad. Imagen tomada de Google Street View.

En una absurda e hilarante ocasión, el enorme y ya viejo Firulay arruinó un partido de fútbol de la cancha colindante con el recinto de las cabañas de descanso en su hábitat, al echarse casi al medio de la misma. No hubo forma en que los frustrados equipos del campeonato local pudieran sacarlo de allí, en una justa con público y todo. Bastó un ronco y profundo gruñido suyo para que uno de los entusiastas jugadores desistiera de inmediato de la mala idea de tomarlo en brazos, con la peregrina intención de tratar de cargarlo o arrastrarlo fuera del perímetro. Lo llamaron, le hicieron pantomimas para atraerlo a los bordes de la cancha y hasta intentaron persuadirlo con cariños y benevolencias para que saliera de allí, pero ninguna argucia funcionó con el arisco can encallado, varado como un cetáceo en la costa. Así las cosas, los futboleros tuvieron que continuar resignados su duelo deportivo, en esta incómoda condición de soportar un gran bulto negro y felpudo en su cancha, ingeniándoselas para esquivarlo en las jugadas y pasar la pelota por sus costados sin volver a provocarlo.

Hasta muy anciano, Firulay solía acompañar a los niños del sector o de las familias visitantes en excursiones y paseos por los cerros o por los poblados más cercanos. Estos incluían las visitas a los escasos restos de una mansión en ruinas y con piscina vacía que había entre los cerrillos tan bien conocidos por el perro, hacia el oriente del conjunto vacacional, lugar que era soporte de historias siniestras y aterradoras entre los chiquillos de aquella localidad.

Aquellos cuentos tenebrosos eran parte del atractivo del sitio, pero no llamaban la atención de Firulay, que en aquellas salidas solía perderse por las lomas más allá de las ruinas, a distancias enormes y sin responder a los llamados, como siempre. Volvía horas después para echarse cansado en la puerta de su casa o pararse junto a la entrada del casino de los comedores del club, donde la sabrosa y abundante comida servida por los empleados de seguro alcanzaba de vez en cuando para el perro regalón de aquel lugar.

En otras ocasiones, Firulay solo se paraba entre los dos pilares del acceso al campo vacacional a mirar el paso de los vehículos por la Ruta G-98-F, desde su perfecto y solemne silencio. Es de suponer que su figura allí dispuesta servía como disuasivo para evitar robos e ingresos de intrusos, algo de gran utilidad para su amo el cuidador.

Muchas familias de los funcionarios de la compañía Chilectra conocieron a Firulay, y es probable que aún recuerden algo del extraño señor perruno de aquellas costas, que vivía de los aires puros del océano y escoltaba a los viajantes por las travesías hacia sus quebradas y bosques de coníferas. Era cosa de todos los años verlo ahí, en las vacaciones, por el período que se asignaba a los usuarios para ocupar los alojamientos del campo, por lo que la cantidad de personas que lo conocieron en esta constante rotación debió ser enorme. Los chiquillos eran los más grandes y atentos admiradores de aquella figura casi legendaria entre los trabajadores de la compañía.

Muchos de aquellos veraneantes, cuando volvieron hasta aquel cómodo y relajante conjunto de descanso familiar de Playas Blancas hacia principios de los años noventa, descubrieron para mucha amargura suya y la de sus relajos junto al mar, que el más querido residente del complejo recreativo ya se había marchado para siempre y jamás regresaría.

Con el tiempo, los terrenos vacacionales del sindicato de Chilectra fueron divididos y gran parte de ellos vendidos a otras manos, con todos los recuerdos que quedaran de los mismos. Aquellos en donde Firulay hacía la mayor parte de su vida diaria, hoy corresponden a las cabañas y centro recreativo El Peral.

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