LAS HUELLAS DE LOS CANES EN EL CAMINO DEL PEREGRINO

 

Detalle del can a los pies de Santa Margarita de Cortona, en la Iglesia de la Recoleta Franciscana de Santiago. La mayoría de las placas sobre favores y agradecimientos se relacionan con la protección de mascotas.

Al presentar estas crónicas perrunas, dijimos que cierta tradición del mundo obrero criollo asegura que, por más que se tomen precauciones, siempre habrá cerca del pavimento fresco o de un piso de cemento sin fraguar un perro que, por curiosidad o simple rutina, dejará sus patas marcadas sobre el mismo, inmortalizando su paso para las curiosidades del futuro. Una de las demostraciones más antiguas de esta máxima data de hace más de 4.000 años, y corresponde a un par de bloques de arcilla hechos para el Gran Zigurat del dios Nanna, en la ciudad sumeria de Ur: allí se lucen clarísimas e inconfundibles pisadas de un anónimo can que se acercó demasiado, cuando los ladrillos aún estaban frescos y sin ser cocidos, como indican los catálogos del Museo Británico.

Entrando en materia más cercana a nuestro caso, el perro o Canis lupus familiaris de los científicos, con todos sus nudos zoológicos, ha sido emblema múltiple de valores y símbolo de grandes cualidades superiores, quizá como un arquetipo cultural para la humanidad. La presencia y los símbolos recurrentes del mejor amigo del hombre aparecen y reaparecen en la historia de todas las civilizaciones como algo infaltable, indispensable, casi necesario. Ninguna civilización, etnia o cultura parece ajena a los perros, no importando grados de desarrollo, peldaños evolutivos o ubicación geográfica... Y es que hace demasiado tiempo ya, el destino de hombres y perros se ha vuelto común.

Echando cuentas, se sabe que el perro proviene de subespecies de lobos (Canis lupus), especialmente del lobo gris europeo y del asiático, aunque hubo quienes sostenían también que algunas de sus variedades podrían relacionarse con rastros de otros cánidos, como el chacal dorado africano (Canis aureus). Es uno de los pocos animales que parecen haber aceptado la domesticación voluntaria completa en la sociedad humana junto con el gato, sin que este comodato de civilidad lograra apaciguar las rencillas naturales que la evolución cavó entre ambas especies, por alguna extraña y resistente inclinación instintiva. No es casual que ambos terminaron siendo adorados y sirviendo para la representación de deidades en algunos pueblos.

Es posible imaginar esos primeros contactos entre humanos y perros, quizá con los segundos atraídos hacia el olor de la carne asada de los primeros. Las sobras de la caza y el calor de las fogatas de los primitivos hombres fueron el punto de contacto y la moneda de negociación, puede especularse. Ese nivel de comunicación entre dos especies destinadas a asociarse, comenzó de tan rústica forma y en tiempos remotísimos: conclusiones arrojadas por investigadores de la Universidad de Oxford y por la antropóloga Pat Shipman, de la Universidad Estatal de Pennsylvania, sugieren que, si bien las pruebas de la domesticación y los enterramientos de perros hechos por manos humanas se remontan a unos 10 a 15 mil años, la evidencia a base al ADN sugiere que este proceso domesticador pudo haber comenzado hace más de 30 mil años en algún lugar al este de Asia, entre Mongolia, Siberia, Europa y África. Allí se habría originado esta especie, diferenciándose para siempre de los lobos.

Más aún, se cree que sólo aquellos perros primitivos que aceptaron el “pacto” por asociación con los hombres sobrevivieron, colaborando en tareas como la cacería y la vigilancia de aldeas, además de desplazarse con los grupos humanos cuando fue necesario, mientras que los menos preparados para avanzar a tal contrato simplemente se extinguieron. Estudiando fósiles de 33 años, entonces, Shipman detectó señales de esta alianza presente ya entonces en territorios tan distantes entre sí como Siberia y Bélgica.

Como dice el conocido zoólogo y etólogo británico Desmond Morris en su libro “Observe a su perro”, de 1994, mantenemos desde entonces con los canes “una relación especial, un antiguo contrato con unas cláusulas acordadas y muy bien especificadas”. Hay un desarrollo paralelo entre ambas especies, la de ellos y la nuestra, de alguna manera, de modo que también se ha formado ese "pacto" de convivencia.

Majestuosidad de la Vía Láctea en el hemisferio Norte, fotografiada desde el Valle de la Muerte, en California, Estados Unidos (fuente imagen: ntwrp.gsfc.nasa.gov).

Canis Mayor y Canis Menor, en ilustraciones inglesas del siglo XIX. El símbolo astral profundo de los perros. La línea de la Vía Láctea terminaría precisamente en los reinos de la constelación del Can Mayor. Curiosamente, está precedida por una especie de desdoblamiento o ubicuidad estelar: Canis Menor, el Can Menor. Esta pequeña constelación es de sólo dos estrellas: Procyon y Gomeisa. Suele ser representada como uno de los perros que siguen al cazador de la Constelación de Orión.

Dos representaciones populares españolas donde estatuillas de santos-peregrinos de la tradición Jacobea van acompañadas de pequeños perros. El Apóstol Santiago, señor del Camino de Santiago de Compostela, a la izquierda, y San Roque, santo patrono de la misma ciudad española, con su perro Melampo que lo siguen en el peregrinar.

Plano de la ciudad de "Saint Jago" (Santiago), en el mapa de Chile de Emmanuel Bowen, 1747, claramente basado en el anterior del francés Amadeo Frezier.

La antigüedad de nuestra relación con sociedades nómades o sedentarias explica que el perro acompañe al viajero y al peregrino como cómplice fiel de su dicha o camarada de su desgracia, en el imaginario cultural universal. Ha sido, además, un viejo símbolo de intermediación, de dualidad y de escolta: la compañía entre los difusos umbrales hacia los planos de la existencia extraterrenal, inclusive. Así es cómo encontramos a Cerberus, el que porta y cautela las llaves de la entrada al inframundo, cual San Pedro de los avernos; y, ya convertido en Cancerbero, el siniestro perro de tres cabezas y colas de serpientes, cuidará las puertas del infierno ad eternum. En la mitología azteca y maya, en tanto, los guías de las almas hacia el inframundo también eran perros, representados en algunas piezas cerámicas como pequeños canes de raza xoloitzcuintli echados a los pies de los moribundos y los agónicos. Lo propio hace el Garm nórdico, en la entrada a los dominios de Hela; o los lobos huargos nórdicos, recontratados en la literatura fantástica y épica de autores como J.R.R. Tolkien y George R. R. Martin.

Desde su propio rol, Anubis, el dios cabeza de perro y guía de los muertos, era representado en los jeroglíficos egipcios como un can echado en la tumba de su amo, custodiando el descanso eterno de los fallecidos. Teorías de nuestra época proponen que la famosa Esfinge de Guiza pudo ser, originalmente, una representación de un chacal Anubis, a la que posteriormente le modificaron la cabeza dándole rasgos humanos y felinos. Esta trascendente imagen del perro fiel cuidando la cripta, además, explotada también en alguna de las clásicas aventuras cinematográficas de Lassie, se ha repetido con casos reales y conmovedores de la historia: perros famosos que se negaron a abandonar la tumba de sus amos pasando años echados sobre ellas, como sucedió con Greyfriars Bobby en Escocia y Gaucho en Uruguay, ambos hacia 1880, además de casos contemporáneos similares reportados en Italia, Brasil, Argentina, Cuba y Estados Unidos.

Acercándonos a nuestro tiempo, una vulgar perrita llamada Laika, hará su propia leyenda en 1957, al convertirse en el primer ser viviente en el espacio además de mártir de la ciencia, en un tremendo salto de los soviéticos en la carrera astronáutica que también se ha cargado de sus propias mitologías y revisiones históricas. Hay muchas formas en que los perros pueden ganarse el recuerdo y la inmortalidad divina, entonces. Un perro viajó al cielo antes que pudieran hacerlo los hombres, en otras palabras: fue guía de la civilización humana en su peregrinación a un primer Más Allá.

Volviendo a los aspectos mistéricos y profundamente simbólicos, el perro fue uno de los doce únicos seres vivientes que asistieron a la invitación extendida por Buda a todo el reino animal, para celebrar el Año Nuevo con él. Sería por este mito que figura con un signo cósmico y con cíclico año propio en el zodiaco de la astrología china. También aparece en la carta llamada “El Loco” de la baraja del tarot, precisamente el arcano de la dualidad entre tiempo y espacio, en una actitud intrigante: casi como si intentara rectificar el andar a la deriva del personaje central.

Siguiendo aquellas tradiciones, varios canes acompañan a santos en las representaciones populares, o hasta han llegado a ser objeto de devociones populares e informales; santo por sí mismo en el caso de San Guinefort, un perro lebrel o galgo adorado en Francia como un mártir medieval. De preferencia, la imagen canina aparecerá con San Roque, el santo peregrino, pues el cristianismo también adoptó símbolos paganos como estos en su contundente iconografía, que hasta se fusionó con la de San Guinefort en algunas versiones. El perro de San Roque, santo patrono de Santiago de Compostela, era llamado Melampo, a veces corrompido a Melimpo. Lo mismo sucede con algunas imágenes de Santo Domingo, con un perro que sostiene una antorcha a su lado, mientras que San Cristóbal, el santo que da nombre al principal cerro urbano de nuestra capital chilena, era representado en la iconografía ortodoxa como una entidad cinocéfala, con cabeza de perro, casi como un eco sincrético de Anubis. A San Juan Bosco, en tanto, se le aparecía un feroz perro que lo protegía cada vez que estaba en peligro de ser agredido por gamberros o valdenses, bautizándolo Grigio, El Gris.

Si antaño los perros acompañaban a divinidades antiguas como Diana, la virgen cazadora, entonces lo harán después con figuras comoSanta Margarita de Cortona, la Patrona de los Penitentes, quien está acompañada eternamente de un perro tirando sus vestidos o echado a sus pies. Ciertos devotos le dejan peticiones y agradecimientos de favores concedidos para sus mascotas a esta santa italiana, precisamente, como puede verificarse en la imagen escultórica que está en la Recoleta de San Francisco de Santiago, convertida en altar popular para solicitudes apelaciones a su intervención y su benevolencia. Algo parecido suele suceder también con San Martín de Porres y la comunión que logra con tres enemigos “naturales”: perro, gato y ratón, representados usualmente a los pies del querido santo negro peruano. La triada de mascotas simboliza tanto los episodios animalistas presentes en la semblanza del personaje, como la virtud de atraer la paz y la humildad de obra que se atribuyó en la vida y aun después de ella.

Se recordará que la capital chilena, Santiago del Nuevo Extremo en la concepción de don Pedro de Valdivia, como sucede con muchas otras localidades de América, llámase así en alusión al centro de las peregrinaciones del Viejo Mundo, Santiago de Compostela, y su venerado Santo Patrono. Las conchas o veneras jacobeas que rodean al escudo de armas de la ciudad delatan esta inspiración. Para muchos investigadores, sin embargo, el camino de Santiago Apóstol en Europa es una suerte de reflejo terrenal de la Vía Láctea y de la ruta celeste hacia la Estrella del Perro (Sirio) en Canis Mayor y su duplicidad con Canis Menor… Un camino misterioso, iniciático, tal como la Nueva Extremadura es, en este otro lado del mundo, el trazado de una ruta hacia el arcano polar, equivalente a nuestra propia procesión jacobea por el Austrum, hacia la Terra Australis Incognita.

Los perros acompañan las caravanas por el camino de Valparaíso a Santiago, según ilustración del naturalista francés Claudio Gay, a mediados del siglo XIX.

El perro protagonista de las “Memorias de un perro escritas por su propia pata”, de Juan Rafael Allende, en 1893, visitando el altar de San Roque, el santo de los canes.

La dualidad de Santiago Apóstol adorada en Río Grande, Provincia de El Loa. Siendo el patrono del pueblo, su fiesta y su procesión se realizan con las imágenes de Santiago el Mayor y Santiago el Menor, ambos vestidos como la advocación guerrera. Fuente imagen: Archivos de la Municipalidad de San Pedro de Atacama.

Figura de San Margarita de Cortona en el templo de la Recoleta Franciscana de Santiago, acompañada de su inseparable perro.

Chile, este país-sendero, creció como la ruta inmensa por la que se perdieron conquistadores, pioneros, cazadores de tesoros y buscadores de las míticas localidades encantadas de Tololo Pampa, la Ciudad de los Césares o Trapananda, todos acompañados de sus respectivos canes, como escoltas del proceso de transmutación que daría vida, identidad y destino al territorio. Un gran camino fundamental, aún vigente: desde las puertas de Arica y su esquina tripartita, hasta los confines magallánicos del continente, esos desde donde se da el salto hacia una continuidad antártica que, en alguna primitiva época, fue una misma tierra con el espolón austral sudamericano. Un camino venusino; de la Cruz del Sur y de la Estrella Polar Austral, si se quiere dar un alcance esotérico y romántico al asunto.

Valdivia adivinó esta característica de la Nueva Extremadura: en algún momento, todo su actuar parecía orientado a convertir su modesta Capitanía General, tan escasa en oro y sin grandes riquezas, en una ruta directa hacia el extremo planetario y las comarcas polares que los cartógrafos de la época, como Ortelius y Mercator, creían ilusamente a sólo un paso hacia el otro lado del Estrecho de Magallanes. Ahí esperaba consagrar el conquistador, quizá, su sueño de viva grandeza tronchado hacia fines de 1553, cuando su propio camino se detuvo en Cañete, emboscado por la rebeldía indomable del elemento indígena.

Era aquél, acaso, el eco de todo camino de las estrellas y de los perros, descrito a su manera por Alonso de Ercilla en “La Araucana”: “Chile, fértil provincia y señalada / en la región antártica famosa”. No tampoco casual entonces que, tras doscientos años de controversias territoriales, adiciones y segregaciones, hayamos terminado siendo esta larga línea territorial, uniendo desiertos con canales fueguinos; arenas y rocas ardientes con gélidos glaciales milenarios. El peyorativamente denominado "pasillo" que tanto llama la atención a muchos extranjeros, llegando a convertirse en objeto de mofa.

La comprensión de Chile se vuelve el reflejo geográfico de este largo camino por la aventura histórica e iniciática, entonces: una gran carretera, bordeada por el Pacífico y cercada por un inexpugnable pretil de cerros andinos, ese que nos dio “por baluarte el Señor” según la idea perpetuada por Eusebio Lillo en la canción nacional. Es lo mismo que señalará en nuestra época el historiador y académico de origen chilote Javier Barrientos, al destacar la “ruta” con la que el conquistador Valdivia concebía a Chile en su camino hacia el imaginario austro cartográfico antártico, al otro lado del Estrecho de Magallanes.

He ahí, además, un símbolo originario del “pacto” cultural criollo con la figura del perro, del can del camino: porque en todo gran sendero de peregrinación chileno hay perros, y siempre los habrá, como viajeros y promeseros. Son casi requeridos entre sí, o tal vez simbióticos. Por eso, los pasos de sus patas están marcados en toda esta vasta longitud, y no ha existido procesión o peregrinaje en Chile donde las caravanas no hayan estado acompañadas de quiltros salidos al paso, como no ha habido en Chile un acto público, campeonato deportivo o marcha política en las calles donde no haya aparecido al menos un perro arruinando las postales, pero viviendo en la alegría infantil de su especie dentro de nuestras amarguras sociales. Chile es su camino, su sendero, de la misma manera que lo es para nosotros, sus habitantes humanos.

Este “pacto” entre la chilenidad y la perrunidad es tan profundo como alegórico, por su propia naturaleza y origen, aunque no siempre se ponga mucha atención a sus huellas en lo que alguna vez fue ese pavimento fresco de nuestra identidad marcado con su paso. Aún así, lo mantenemos vigente en todos nuestros ámbitos domésticos, laborales, familiares y sociales, incluso sin advertirlo, como un paradigma de constante y permanente apelación cultural. Y así fue cómo que un controvertido poeta y escritor de esta larga tierra, Miguel Serrano, imbuido hasta lo profundo de esta clase de relaciones místicas con el can y cargando su pluma con la tinta esotérica, explicaba en “Nos. El libro de la resurrección”:

La lengua inglesa es misteriosa. En ella se encuentra el secreto de nuestro perro. En inglés es "dog". Y esta palabra leída al revés es "God", Dios. El perro es entonces el camino que, recorrido al revés, desde muy abajo, desde las raíces del árbol del olor, del tacto, del gusto, se transmuta en Dios. El perro es, así, el guía del Caminante Ciego, el Peregrino de la Inmortalidad. Es Dios al revés.

El can nuestro de cada día, en conclusión, quedó destinado a acompañar lo que aún podemos identificar como la chilenidad desde los orígenes mismos, como sendero de exploraciones, conquistas y aventuras, casi como una predisposición romántica y hasta como un regente cósmico; o quizás como mero un capricho connatural, pero esperable en la fisonomía de un país-camino y de una inmensa ruta de sacrificios, peregrinaciones, tragedias y transformaciones sublimes, como la que fuimos, somos y seguiremos siendo en este rincón apartado y telúrico de América del Sur.

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